lunes, 20 de julio de 2009

Crónica de un placer vertiginoso


Con su habitual elegancia y bonhomía, Juan Sasturain –una suerte de hombre orquesta que va de la novela policial a la historieta, del periodismo deportivo al cultural, de la gráfica a la televisión y siempre sale airoso– escribió la columna que sigue en el diario Página 12 del 24 de julio de 2005.




Francis Ponge o el esquivo partido de las cosas

Hay libros que uno busca durante años. Son libros poco comunes pero no necesariamente valiosos ni demasiado viejos; tampoco raras o exquisitas piezas de bibliófilo, esas cosas de coleccionista, otro tipo de enfermo que uno. Son libros simplemente esquivos por lejanos, de ediciones escasas o remotas; libros conocidos por referencias, citas, bibliografías y versiones parciales pero que uno nunca tuvo en mano, jamás ha visto. Hasta que un día nos toca. Y es de no creer.

Los merodeadores de librerías de viejo y mesas de usados saben o sienten de qué hablo. Los respetables y envidiables compradores de novedades o frecuentadores de góndolas iluminadas con precios de lista, que desconocen los placeres vertiginosos del índice corriendo como una hormiguita veloz sobre el canto superior de los gastados volúmenes enfilados como galletitas criollitas, no pueden llegar a compartir plenamente lo que se siente. Estos hallazgos, digo, tienen casi el mismo vértigo de un genuino levante callejero.

Algo de eso me pasó no hace mucho en una librería de Cabildo con De parte de las cosas (Le parti pris des choses) de Francis Ponge, editado por Monte Avila de Venezuela, en 1971. Estaba ahí, solito, envejecido y virgen, con el lomo inexplicablemente sin forzar: alguien lo tuvo y no lo leyó nunca en 34 años. Sentí que era el que por primera vez separaba las hojas, hacía la luz ahí, en el espejo de las hojas enfrentadas –a la izquierda el texto en francés, a la derecha la traducción– y al leer era como quien deja huellas en una duna solitaria.

Porque los viejos libros que están paradójicamente nuevos son como esas tumbas egipcias a las que se irrumpe, después de siglos, para inaugurarles un sol con rayos emitidos siglos después de que se cerró la puerta: inaugurar colores viejos, respirar ese vetusto aire atrapado. Una vez encontré una edición de Bestiario, la primera, del ‘51, en la colección chiquita de Sudamericana, que venía incluso con los pliegues cerrados al estilo de entonces, y los abrí con un cuchillo. Sentí que era la misma sensación que habrá tenido el Julio cuando le dieron los primeros ejemplares, los llevó a la casa, los tentó con dedos flacos. Qué bárbaro.

Tal vez no sea casual –pero seguro que fue inconsciente– que para hablar de De parte de las cosas y del viejo Ponge haya necesitado dar toda esta vuelta alrededor del libro, del objeto libro como materialidad que nos convoca, cosa puesta ahí, a descubrir. Porque toda la poesía, el maravilloso esfuerzo de Ponge, no es más ni menos que el intento de describir objetiva, extremada, esencialmente la presencia absoluta de las cosas como experiencia extraordinaria, única –”ese perro, ahí” dice Girondo– de contacto y captación plena. Algo que es, como dijo famosamente Sartre, “Amor: sin deseo ni fervor ni pasión. Aprobación total, respeto total”.

Y el título del libro original de 1942, verdadero manifiesto, lo dice inmejorablemente: Le parti pris des choses –tomar “el partido” de las cosas–recoge por lo menos tres sentidos: tomar su partido es ponerse de parte de ellas; también hablar desde su punto de vista –y no del sujeto— y, finalmente –contra el idealismo y la representación–, resignarse a ellas, a su materialidad infranqueable.

Los placeres de la puerta, titula Ponge, y escribe: “Los reyes no tocan las puertas. Ellos no conocen esta dicha: empujar ante sí con suavidad o rudeza, uno de esos grandes paneles familiares, volverse hacia él para colocarlo de nuevo en su lugar –tener entre sus brazos una puerta–”.

Francis Ponge (1899–1988) es uno de los grandes poetas franceses del siglo XX. Además de este libro fundante, que publicó Gallimard en años duros de ocupación nazi, y tradujo entero y ejemplarmente por primera vez al castellano en 1971 el venezolano Alfredo Silva Estrada –hubo reedición en el ‘96–, es poco lo que se ha vertido a nuestra lengua, si no se cuentan poemas sueltos. Es horrible la versión de Diego Martínez Torrón de Piezas, publicada por la española Visor en 1985; es muy buena e inteligente la copiosa Métodos que encaró con sensibilidad y cuidado Silvio Mattoni para Adriana Hidalgo en el 2000, y es sobre todo rara y apasionada la Antología que hizo el chileno Waldo Rojas en 1991 para la editora Lar, de Concepción. Siempre será poca cosa con Ponge.

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