sábado, 11 de julio de 2009

Toda traducción es conflicto


Nacida en Buenos Aires, pero con más de treinta años en los Estados Unidos, Sylvia Molloy ha enseñado en las universidades de Princeton y Yale, y actualmente en la New York University. La sola mención de La diffusion de la littérature hispno-améircaine en France au XXème siécle (1972), Las letras de Borges (1979), Of Absence (1989), At face value: autobiographical writing in Spanish America (1991 y por su traducción, 1997, Acto de presencia: la literatura autobiográfica en Hispanoamérica ) y Women´s writing in Latin America (1991; en colaboración con Sara Castro y Beatriz Sarlo), Hispanism and Homosexualities (1998) bastaría para ubicarla entre las más importantes investigadoras y críticas literarias de Latinoamérica. Sin embargo, Molloy también publicó las destacadas novelas En breve cárcel (1981) y El común olvido (2002), así como los relatos incluidos en Varia imaginación (2004).
El breve artículo que se ofrece a continuación fue publicado por el diario Clarín, el 22 de agosto de 1999.

El arte de matar con palabras

Muchas veces, desde entonces, he pensado en esas conversaciones con Irby y en su perplejidad, que yo no compartía con igual entusiasmo porque prestaba más atención a otros aspectos del texto, los que constituían, en ese momento, mi propio Borges. Pero nuestras lecturas de Borges, nuestras percepciones del autor Borges, son criaturas del tiempo: inevitablemente móviles, inestables, cambiantes, dinámicas. Como es imposible bañarse en el mismo río, es imposible leer siempre el mismo Borges: esa imposibilidad, lamentada acaso por algunos -pienso en celebraciones, homenajeadores, conmemoradores de Borges, ansiosos por mantener intacta una monumentalidad monótona- es, de hecho, una ventaja. Es así como hoy, a pocos días de su centenario, me detengo a pensar en esa violencia textual en Borges y también me detengo en aquel insólito párrafo de La postulación de la realidad no para explicarlo -es, de hecho, inexplicable- sino para dejar que la noción de violencia, de muerte incluso, haga su trabajo en mí, adquiera nueva forma, reverbere en conjunción con la noción de literatura. Pienso en una escena sugerente y violenta en Borges (poco se ha reflexionado sobre el hecho de que este ciego piensa a través de escenas, no ya anecdóticas sino críticas), al comienzo de uno de sus ensayos más ricos, "Los traductores de Las 1001 noches". En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana -el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés- emprendió una famosa traducción del Quitab alif laila ua laila, libro que también los rumíes llaman de Las 1001 noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ese era Eduardo Lane, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de Las 1001 noches, que había suplantado a otra de Galland. Lane tradujo contra Galland, Burton contra Lane; para entender a Burton hay que entender esa dinastía enemiga.Aprovecha Borges la teatral atmósfera, pesadamente orientalista, con su aire de conspiración, sus tenebrosos secretos, sus proyectos de aniquilación, para plantear la traducción como ejercicio violento, como combate a muerte: no se trata simplemente de traducir, sino de traducir contra. Lo que Borges, en esta escena, plantea para mayor efecto en términos individuales, egoístas -el hombre Burton traduce contra el hombre Lane, quien tradujo contra el hombre Galland: algo así como los ávidos, celosos Aureliano y Juan de Panonia en Los teólogos-, supera, sin embargo, la revancha personal: sugiere, provocadoramente, que toda traducción es necesariamente motivo de conflicto, más aún, que toda traducción es un acto traumático, posiblemente fatal.Al hablar de este fecundo traducir contra borgeano, descarto toda idea de traición o de supuesta violencia contra un original, sancionada por el adagio italiano. Tal idea -una superstición procedente de una distraída experiencia- es ajena al planteo borgeano. El original, en Borges, es una comodidad retórica (en el buen sentido del término), un principio fijado retrospectivamente (y hasta cierto punto arbitrariamente) a partir de sucesivas versiones ulteriores que ponen de manifiesto las múltiples posibilidades de ese principio. Cada escritor crea a sus precursores, cada traducción crea su original. Menos un original que un efecto de original, mal se lo puede violentar cuando se trata de una consecuencia de la traducción, no de su causa primera.Desligada de nociones de traición o de parricidio, prefiero pensar la noción de traducir contra como emblemática de toda escritura y de toda lectura, fiel en ese sentido a la relación sin fisuras que establece entre esos términos -escritura, lectura, traducción- el propio Borges. Pienso en Pierre Menard, donde la subversiva lección de lectura y escritura que propone implica el forzado traslado de un ámbito lingüístico y cultural a otro, esto es, una traducción. Pienso en "Las versiones homéricas", donde Borges, reflexionando sobre las diversas perspectivas de un hecho móvil, que constituyen las sucesivas traducciones de un texto, añade, como al descuido, no hay esencial necesidad de cambiar de idioma, ese deliberado juego de la atención no es imposible dentro de una misma literatura. Desde ese continuum -escritura, lectura, traducción- recuerdo otra escena violenta, la que propone "El Evangelio según Marcos". Una inundación aísla imprevisiblemente a Baltazar Espinosa, joven porteño, en una estancia remota. Sus únicos compañeros son el capataz y sus hijos. Descendientes de colonos escoceses cruzados con indios, son analfabetos, de pocas palabras, desconfiados. Como la conversación es escasa, Espinosa, para distraerse y distraerlos, decide leerles en voz alta de una vieja Biblia inglesa, herencia de los antepasados de Inverness, y elige el evangelio según Marcos. Los Gutres, atentísimos oyentes, piden que repita día tras día la misma lectura para entenderlo bien. El fin atroz es previsible. Un viernes por la tarde, los tres Gutres empujan a Espinosa hasta el galpón y le muestran la cruz que le han preparado.Esta escena de lectura y traducción -que es también escena didáctica en la que se enfrentan lo urbano y lo rural- me ha parecido siempre increíblemente sugerente. Escribe Borges de Espinosa: Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto. Pensamos: traducción, aquí, quiere decir que Espinosa, a medida que lee en voz alta, va traduciendo al español, porque los Gutres han olvidado el inglés. And yet, and yet: un relato que abunda en tantos traslados, que propone tantas adaptaciones culturales y cruces de saberes diversos, seguramente merece que se hagan reverberar, en su lectura, las múltiples proyecciones del término traducción. ¿Qué es lo que se traduce en este relato? ¿Una biblia del inglés al español? ¿Un sistema cultural a otro? ¿Un estilo de vida? Todos los personajes resumen culturas trasladadas: son, ellos mismos, traducciones. Espinosa, uno de tantos muchachos porteños, es bilingüe, hijo de padre anglófilo y librepensador y de madre criolla y católica, y tiene nombre judío. Los paisanos indioescoceses, marcados por el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa, se llaman Gutre, que es la traducción brutal, ominosa si se quiere, de Guthrie. El texto que se lee, es decir, que se traduce, es de Espinosa, puesto que él es el único que puede leerlo, pero también es de los Gutres, que lo llevan en la sangre. Lo único que registra el relato sin ambigüedad es la seguridad preformativa del lector/traductor, quien, con gesto ritual, representa una autoridad que cree incuestionable -Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas-, autoridad que el traducir contra de los Gutres, su fecunda y final performance, subvierte mortalmente. La traducción despedaza, sólo puede ser fragmentaria. La traducción brutalmente dinámica que hacen los Gutres llega hasta la crucifixión, no hasta el final del texto de Marcos. Queda una porción del Evangelio no traducido, una diferencia: es el más allá de la traducción, aludido, permanentemente en la sombra. Del Quijote completo, Menard sólo reproduce dos fragmentos, infinitamente más ricos, es verdad, que el texto de Cervantes. En "La busca de Averroes" el relato interrumpe la tarea del traductor, incluso lo hace desaparecer. La traducción, escribe Paul de Man siguiendo a Benjamin, es fragmentación de lo ya fragmentario, permanente disjunción. Como en "El Inmortal" sólo quedan (nos quedan, lectores, traductores de Borges) palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, palabras desde donde rearticular, violentamente, novedosamente, nuestras lecturas.

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