miércoles, 2 de septiembre de 2009

El oficio de traducir (II)


Alberto Girri (cfr. la entrada de este blog correspondiente al jueves 9 de julio de 2009) fue uno de los más importantes poetas argentinos del siglo XX, así como un gran difusor de la poesía en lengua inglesa no sólo en la Argentina, sino en buena parte de Latinoamérica. Su respuesta a la encuesta de La Opinión Cultural es la siguiente.

Respuesta de Alberto Girri

Desde los tiempos en que Joachim du Bellay definía a la poesía como lo intraducible por excelencia a otro idioma (pues siempre, luego de la tentativa, lo que quedaría, intacto e incomunicado, sería el poema original), muchas voces prestigiosas se alzaron para incitar a que no se cometa la insensatez de una empresa sembrada de riesgos y, a la larga, imposible. Robert Frost, una de esas voces, retoma la definición de du Bellay y la perfecciona llamando a la poesía el elemento intraducible del lenguaje. Y, ciertamente, en términos absolutos es así. Un poema implica una experiencia única e intransferible. Y cada idioma, a su vez, representa un complejo histórico muy particular, concepciones del mundo y de la vida que difieren de las que otro idioma encierra.

¿De qué valernos para lograr al menos un contacto con el pensamiento poético del autor que intentamos dar a conocer en nuestro idioma, una versión fidedigna de su tipo de lenguaje, imágenes, sus personales modalidades en la estructura de los poemas? El más superficial de los recorridos bastará para mostrarnos que las corrientes –tentaciones–, que pretenden resolver la cuestión son, principalmente, éstas: la tendencia a caer en la traducción personal, lamémosle así, especie de interpretación tan a menudo arbitraria que puede llegar a transformar el texto original en una caricatura; la tendencia a la recreación e imitación poética, asiduamente practicada por escritores del pasado (y del presente, como pude comprobar en las discutibles “Imitaciones” de Robert Lowell), sobre todo con textos básicos; la tendencia, en mi opinión la más irrealizable y absurda, que parece seguir el concepto de Pound en el sentido de que debe traducirse poesía empleando el lenguaje que supuestamente el autor original hubiera empleado de haber tenido como lengua propia la del traductor.

En cuanto a mi labor como traductor de poemas, diría que el principio que he practicado siempre ha sido el de la aproximación más certera posible al original, una solución más honesta que brillante, sin dudas: traducir en verso sin exagerar lo literal, y a la vez sin excesivo temor de caer en lo literal. No adolezco ni de la obsesión perfeccionista ni de la quimera de la versión total, absoluta, cosas ambas por demás desproporcionadas. Y me remito aquí a las opiniones nada desdeñables de Walter Benjamín, cuando dice que por mucho que se esmere y conozca el traductor, siempre mirará el otro idioma desde afuera, sin identificarse; de Nabókov, luego de traducir nada menos que el Eugenio Onegin, de Pushkin: The clumsiest literal translation is a thousand times more useful than the prettiest paraphrase; y de uno de los mayores poetas de nuestro tiempo, W. H. Auden, para quien hasta la poesía más rarificada tiene algunos elementos traducibles, sobre todo aquellos elementos que no están basados en la experiencia verbal, vale decir: imágenes , símiles y metáforas que deriven de la experiencia sensorial. O sea que mucho habrá gando quien intenta traducir poesía si desde el vamos sabe que aunque es totalmente imposible dar “los sonidos de las palabras, sus relaciones rítmicas y todos los significados y las asociaciones de significados que dependen del aspecto sonoro, como las rimas y los juegos de palabras”, no es imposible acercanos a la visión del mundo del original, a ese grado de fidelidad en que –para utilizar el ejemplo que emplea Auden–, se reconozca que un poema de Goethe y otro de Hölderlin fueron escritos por personas diferentes.

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