domingo, 29 de noviembre de 2009

El traductor pauperizado como mendigo culto y los tabúes editoriales


Otro excelente artículo de Mauro Armiño, esta vez publicado en El siglo , Nº 763, correspondiente al 19 de noviembre de 2007.

El oficio de traducir

Al hilo de los encuentros que han tenido lugar en Arlès hace dos semanas, del 9 al 11 de noviembre (de 2007), con el tema “La situación del traductor en Europa” como debate estrella, y a la espera de que se editen sus conclusiones, conviene echar una ojeada sobre este caballo de batalla de la cultura que unos soterran, los editores, y otros, los traductores, sufren. Muchas son las quejas, y más los tópicos. Que la traducción es una espoleta de efecto a la vez inmediato y retardado resulta fácil de comprender en una lengua, la española, que debe a ese vaso comunicante entre lenguas y cultura, algunas de sus aportaciones mayores: el endecasílabo, por ejemplo. Pero no me voy a remontar a la Escuela de Traductores de Toledo, ni al marqués de Santillana ni a Juan Boscán; éstos, por ejemplo, lucharon a brazo partido en los siglos XV y XVI con ese metro para dar cabida a un nuevo sentir, a una sustancia poética que no entraba en el ligero y alegre ritmo del octosílabo tradicional.

Dejemos a un lado los debates técnicos y especializados: la tarea de “decir lo mismo en otra lengua” es muy compleja, tanto que Umberto Eco apostilla esa definición en un volumen recién aparecido en Francia bajo el título: Decir casi lo mismo. En ese casi está el meollo de las disputas para teóricos y críticos. Pero ese casi no existe en un trabajo que linda por el norte con casi la creación literaria y por el sur con el servicio a una industria que se rige por criterios económicos: la industria editorial. Es raro el editor que no haga el elogio del traductor y su esfuerzo; pero basta preguntar a los que traducen para ellos para darse cuenta de que, aunque alguno apenas sepa leer, clases de retórica sí parecen haber aprendido.

Pese a la profesionalización del sector –la materia tiene cátedra en varias universidades–, sigue siendo una actividad abierta a casi todos: además de los vocacionales, se dedican a ella críticos literarios, universitarios, escritores, jubilados, estudiantes, etc. Hay traducciones con las que jóvenes francotiradores se pagan los gastos y viaje de bodas (me confieso: fue mi caso, allá por el 64) o las vacaciones de Semana Santa, o se sortea el aprieto de algún mes de hipoteca, etc. Cada vez es más visible que el nivel de paro entre los diplomados que salen de la Universidad, empuja hacia la traducción a muchos; y a mayor paro, mayor número de traductores ocasionales: el editor tiene campo abonado entonces. ¿Quién ha creído que la industria editorial se rige con la idea de cultura primando en sus planes? ¿Qué editor está convencido de que cada 50 años deberían retraducirse los grandes clásicos? Con mirar al ISBN se ve que, aunque viejos, los títulos ya andan por el mercado; que estén recortados, mal traducidos o censurados (en el número 754 de El Siglo ya mostré ejemplos) no importa: el hueco está cubierto. ¿Qué porcentaje de la traducción editorial pasa por las manos de los profesionales? ¿Una cuarta parte, como en Francia?

Hace algo más de un año, el diario El País abordaba el tema en Babelia y tres meses y medio más tarde le dedicaba una contribución en las páginas del periódico; el panorama, con ser aterrador, no sirvió a nadie de nada (como tampoco ha de servir este artículo). En un país donde se traduce el 24,9% (datos disponibles de 2004) de los libros editados, y posee una industria editorial que es la cuarta del mundo en número de títulos, la idea de lo que en los 70 se llamaba “capitalismo salvaje” se ha convertido en la flor inocente de las praderas de Heidi: se subastan al menor postor los libros a traducir; otras editoriales dan al traductor el pomposo nombre de “autor” –lo dice la Ley del Libro– y vinculan el pago a las ventas con un avaloir –adelanto– o incluso sin avaloir –en libros de tirada reducida y presumible escasa venta, claro; cuando el editor huele que va a venderse, paga con una cantidad cerrada. Entre los 60 y los 70, a poco de crearse Alianza Editorial, Javier Pradera, que entonces la dirigía, empezó a “premiar” a ciertos traductores que consideraba de calidad con un pequeño porcentaje en las ventas, o un pago en las reediciones; esa misma vía siguió la Ley del Libro, procedente de Europa; pero no tardaron mucho los avispados equipos de demolición de costes –cuanto más grandes las editoriales, peor; cuantos más departamentos, directores, secretarias, etc. tienen, peor– en darle la vuelta a la tortilla: como eres “autor” –y enfatizan–, pagaremos por ventas, con lo cual lanzan el coste real del libro a varios años vista; ¿qué hace el traductor mientras?

En nombre de la sagrada e intocable economía, hay que recortar gastos; 1º, la llegada del euro supuso ya un recorte en la conversión de la moneda; 2º, los editores, gracias a los “avances tecnológicos”, han planteado el pago de otro modo: la vieja medida de cuenta –un folio: 2.100 espacios, treinta líneas de 70 espacios– pasó a mejor vida porque los ordenadores permiten contar lo que sea, y ahorrar al editor, por ejemplo, el pago de los espacios en blanco que hay en los punto y aparte, títulos, encabezamiento y finales de capítulo, etc., que antes no eran materia de discusión. Que haya que debatir sobre miseria tal para traducir a Rimbaud o a Shakespeare... Al imponer, como hace la mayoría, el conteo por ordenador, se rebaja de forma notable el saldo final; Ningún editor –salvo hechos excepcionales y puntuales– introduce en ese conteo y saldo un factor clave: la dificultad del texto traducido; sólo cuenta el número de páginas, y que sea una novela tonta del día, Montaigne, Faulkner o James Joyce da igual, los costos son los costos, bisnes es bisnes. Hay, además de propuestas peregrinas, aprovechamientos de la mano de obra barata en otros países: no es todavía lo de fabricar ropa en Tailandia o Vietnam a poco más de cero coma cero cero la hora de trabajo en los telares, pero ya se les terminará ocurriendo la idea; por el momento, editoriales con un pie en Latinoamérica pagan a los traductores de allí precios considerablemente menores por su trabajo, a veces la mitad de lo que pagan en España, a cuyo mercado llegan esas traducciones.

Ser trabajadores independientes no supone ventaja alguna a los traductores, que si son profesionales se ven obligados a costear por cuenta propia su seguridad social; para Francia hay cifras que no sé si existen en España: los ingresos de los traductores franceses oscilan entre menos de 9.000 y 27.000 euros; tomemos la cifra media, el 40,3% ganan entre 9.000 y 18.000 euros, con un 1% de derechos de autor. No se hacen ricos, desde luego, pero menos los españoles, donde este porcentaje de derechos baja a entre el 0,5 al 1%, en Francia es el 1% (cifras referidas a títulos con derechos de autor).

En los últimos años la pauperización del oficio no ha cesado, así como las diferencias con los países del entorno: según la radiografía hecha por El País (6 de enero del 2007), la tarifa media en España es 10,60 euros por 2.100 espacios contados por ordenador; la Asociación de traductores literarios de Francia realizó el pasado junio un sondeo a partir de una muestra de 415 contratos del año anterior; la cantidad es sensiblemente superior: para traducciones de alemán, italiano y español de 21,50 a 22,50 euros para un folio de una extensión casi una cuarta parte menor que el nuestro: 25 x 60: 1665 espacios. Hubo un tiempo en que el Ministerio de Cultura disponía de subvenciones para la traducción: obras difíciles o raras, libros nunca traducidos de culturas lejanas como la china, etc. fueron ayudadas; pero, creado el invento, no tardó en deteriorarse y en convertirse en un pastel –dejémoslo en pastelillo– con repartos estilo “café para todos” y donde había que rendir tributo a la “importancia” de las editoriales. Se eliminaron esas subvenciones directas al traductor, para convertirse en ayudas a propuestas de editores que, en caso de recibirlas, las incluían en su cuenta de resultados.

El problema es, además, tabú: no se admiten quejas –decir, por ejemplo que desde hace cinco años se cobra lo mismo– y ni siquiera se molestan en señalar la puerta y aludir a la cola de traductores o lo que sean (puede serlo, según los resultados, cualquiera, hasta los hay que no saben castellano, como se desprende de la lectura de libros que puedo citar) que hay esperando trabajo; el traductor quejicoso tiene la cruz negra puesta de por vida. Y que a nadie se le ocurra ir a contárselo a un periodista: en el reportaje citado de El País se mencionaba a algunas subasteras; y a Virginia Collera, firmante del artículo, se le ocurrió añadir a las palabras de Carmen Francí, secretaria general de la Asociación de Traductores: “en la lista negra de esta asociación se encuentran Planeta, Random House, Mondadori, Gredos”. Fue suficiente: tres semanas más tarde, Mario Merlino, presidente de la Asociación de Traductores enviaba una carta al director asegurando que la asociación “mantiene y potencia la actitud reivindicativa […] Pero no es menos cierto que nos distingue una clara vocación negociadora, y que, por esa misma razón, jamás hemos concebido la idea de elaborar una lista negra de editoriales cultivar resentimiento alguno”, para terminar pidiendo disculpas “a las editoriales que, por esos deslices de la comunicación oral, han acabado incluidas en una inexistente lista negra”.

Hasta la Asociación de Traductores tiene que hacer jeribeques ante cualquier “desliz”. Tabú, del que no sólo no se habla sino que no se puede hablar, dada la endeblez de la situación de los traductores ¿Hacer listas negras de editoriales? ¿A quién se le ocurre que puedan hacerse? ¿De qué serviría cuando son éstas las que tienen la sartén por el mango y no hay posibilidad alguna de intervención? Que un editor como Anagrama pague 16,9 euros, según tiene constatado la Asociación de Traductores, quiere decir muy poco: es el único; el resto rebaja bruscamente esa cantidad, pasa a 12 y de ahí para abajo, hasta los 9, aunque hay ejemplos de 6 euros por la cuenta de 2.100 espacios.

Cada país tiene los editores y los traductores que se merece; volviendo a lo de siempre, salvo contados nombres y editoriales, la traducción es un coste más, que tratan con los mismos criterios mercantilistas que el papel, la tinta para imprimir o la luz de las oficinas: que Montaigne es endiablado y el traductor tarda diez veces más en cada página... eso se carga en la cuenta de la “gloria” del traductor; hay que recortar de aquí y de allá, y en ese aquí o allá el traductor es la parte más débil, porque de las papeleras o las compañías eléctricas no se pueden obtener rebajas. No se tardará mucho en recurrir a herramientas de traducción automática de Altavista o de cualquier otro servidor que hay en Google; y supongo que la tierra seguirá dando vueltas lo mismo. Habrá traductores y habrá editores.

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