sábado, 6 de febrero de 2010

Autorretrato de un traductor (3)

Tercera y última entrega del texto de Yves di Manno, que abre su libro Objects d'Amérique (Paris, José Corti, 2009), aquí traducido del francés al castellano por  Florencia Baranger-Bedel  para el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.








Prólogo

X Autoretratos

VII

El trascurso de los años 80 coincide, efectivamente, con un esfuerzo que sin duda muchos hubieran juzgado desmesurado, en consideración de los criterios “objetivos” y del contexto de entonces, pero que tendía para mí de manera casi exclusiva a la construcción de un nuevo mundo poético. Junto con las traducciones que se continuaban, en función de los descubrimientos –luego de Paterson, y esta vez con el apoyo decisivo de Bernard Noël, estuvo la de los Cantos chinos de Pound, luego la de una parte de la obra de Oppen y otros varios textos que más tarde destruí– de hecho fue a lo largo de esta década que compuse la mayoría de los poemas de Champs, después Kambuja, y finalmente buena parte de las páginas recopiladas con posterioridad en Un pré y Partitions. Claro que los poetas norteamericanos no eran los únicos “modelos” que tenía en la cabeza por aquel entonces. Por el contrario, multiplicaba las lecturas extranjeras, mientras realizaba un recorrido sistemático de nuestra tradición, desde el siglo XVI en adelante. No obstante, es innegable que el aporte de la poesía americana (al menos la que a mí me interesaba) habrá desempeñado un papel determinante en la construcción de libros que se fueron decantando lentamente – y quizá desencantaron a lo largo de todos aquellos años. Independientemente de la incidencia de la actividad traductora sobre la escritura “misma”, ya que descubría nuevos paisajes – y otras maneras de inscribir- explorando desde su interior textos ajenos. No sé si hubiera “radicalizado” mi manera de proceder – o llevado la lógica al extremo- sin la distancia que autorizaba esta inmersión en la materia del lenguaje, a través de la palabra de otro: frente al impulso creador, los datos seguían siendo los mismos (el ritmo, la sintaxis, el vigor prosódico) pero el punto de vista, salvo el ángulo de visión se movían imperceptiblemente, dado que ya no era cuestión de apelar a material de orden íntimo –o a ningún tipo de “inspiración”. En este sentido y a mi modo de ver, la culminación de esta investigación siempre fue Kambuja, ya que por fin había logrado construir con el rigor formal al cual siempre aspiré una obra que, retomando la expresión de Jerome Rothenberg, era y no era mía al mismo tiempo.

VIII 

A fines de septiembre de 1989 tuvieron lugar las jornadas dedicadas a los poetas “objetivistas” norteamericanos, en la abadía de Royaumont. Desde hacía ya varios años, la Fundación se había transformado en un lugar de encuentro para poetas del mundo entero por medio de sus talleres de traducción colectiva. Michel Hocquard, maestro mayor de obra de este seminario, me había propuesto participar, sabiendo que no compartía forzosamente sus apreciaciones en materia de poesía americana –lo que no perjudicaba en nada la estima que tenía por él.
Es extraño, al final, que a raíz de esas jornadas se me aclararan tantas cosas. Aun considerando que el tema me interesaba particularmente, todavía me cuestiono acerca de cuáles fueron los motivos más secretos de mi reacción, frente a aquello que me parecía no solo un contrasentido, sino una nivelación, casi una abdicación de los esfuerzos que algunos acababan de realizar en Francia, para desviar el curso de nuestra poesía. En vez de inscribirse dentro de esta perspectiva, la mayoría de los participantes (salvo una o dos excepciones, solo habían sido invitados los language poets y sus simpatizantes) limitaba el trabajo de los “objectivistas” a cierto número de tópicos textuales volviéndonos a encuadrar en la norma de la cual habíamos buscado liberarnos, interrogando estas obras extranjeras. Único sobreviviente del grupo, Carl Rakosi asistía en silencio a estas racionalizaciones, más irritado de lo que aparentaba y en desacuerdo con la mayoría de las opiniones que escuchaba, tal como lo escribió públicamente a continuación.
Había ido a Royaumont sin ninguna idea preconcebida y la mesa redonda de la cual debía participar (dedicada a George Oppen) cerraría precisamente las jornadas, el domingo al final de la mañana. La noche anterior, en una de las antiguas celdas monásticas donde nos hospedábamos, comencé a retocar mi intervención – decidido esta vez a manifestar mi desacuerdo, exponiendo las razones que me habían llevado a interesarme tan de cerca por ese pequeño círculo de poetas. La mañana siguiente, paseé largamente por el parque para intentar recobrar la calma, porque no es habitual para mí exponerme de esa manera. Mientras tanto, la biblioteca de la abadía poco a poco se había ido colmando. Michael Davidson y Pierre Alferi tomaron la palabra antes de mí, pero no tengo ningún recuerdo de lo que dijeron, tal era mi concentración frente al salto al vacío que estaba por dar. Cuando llegó mi turno, Hocquard me invitó a hablar sobre mi experiencia como traductor, pero en cambio lo que hice fue una larga exposición histórica y bastante polémica, recordando la dimensión social de la obra de los “objetivistas”, así como la tradición “épica” en la cual se inscribían –y donde residía, para mí, el motivo principal de nuestro interés por ellos, en contra de las retóricas estrictamente formales que hasta ese momento habían dominado los debates.
Mi intervención era la última de esos encuentros –pude ver a posteriori el fruto de un azar doblemente “objetivo”– y había decido concluir con la lectura, a modo de ejemplo, de mi traducción de Disasters, uno de los últimos y más desgarradores poemas de Oppen. Cuando llegó el momento, levanté la mirada y me di cuenta de que el silencio reinaba en la sala. Sentí que se me cerraba el corazón al dejar el habla adversa insinuarse en mí, y tuve que luchar hasta el último verso para encauzar la emoción que me invadía: me encontraba literalmente al borde las lágrimas. Con todo, pude retomar “las terribles colinas de sal (...) y las cavernas/del pueblo/ oculto”, sin agregar a la herejía de mis palabras frente a aquella asamblea muda, la vergüenza de llantos inmortales.

IX 

1990 fue un año bisagra, en varios sentidos. El efecto inmediato de las jornadas “objetivistas” de Royaumont había sido el de convencerme –por vez primera – de inmiscuirme en el “debate” poético reinante, del cual me había mantenido deliberadamente al margen hasta ese momento. Jacques Sivan, que asistía a esos encuentros, me había propuesto al término de la mesa redonda intervenir en ese sentido en la revista Java, que acababa de fundar con Jean-Michel Espitallier. Algunas semanas más tardes, me contacté con este último y fue así como elaboramos, con la mayor de las complicidades, - y junto con el concurso de Auxeméry – un copioso informe acerca del trabajo de los “objetivistas” en los años 1930. Paralelamente, enviaba a Henry Deluy, la primavera siguiente, el texto revisado de mi alegato –a posteriori bautizado “Finistère”- preguntándole si le parecía posible (o deseable) recibirlo en Action poétique. No obtuve respuesta a mi correo, pero el mismo día del nacimiento de mi hijo, a mediados de junio, las pruebas del texto se encontraban a la espera en mi casilla de correo, inaugurando mi colaboración crítica en la revista.
Las cosas estaban cambiando, tanto alrededor como en mi vida “impersonal”, pero aún estaba lejos de haberlo comprendido. Con unas semanas de intervalo aparecieron, pues, esta oración polémica, el número “objetivista” de Java y un tercer volumen de Oppen editado por Unes, aumentado por un prefacio cuyo enfoque aún parecía incierto. En el trascurso de la década siguiente, debería suspender mis proyectos de traducción poética, obligado a realizar trabajos más lucrativos, pero esta apertura hacia la obra crítica obviamente se beneficiaría de las exploraciones anteriores. Fue así como comenzó la composición de las digresiones en vistas de un nuevo espectro poético, recopiladas algunos años más tarde en “endquote” (y que se continúan en este libro).

X 

Enero o febrero de 1961. Desembocando en el Bulevar Foch un día al final de la tarde, saliendo de la escuela, mi mirada se detiene en la insignia de un comercio que no me es desconocido, del otro lado de la arteria. Me quedo inmóvil y lentamente, letra tras letra, silabeo en voz alta la palabra que se desprende, súbitamente límpida en la luz declinante del invierno: P.A.N... A.D.E....RI...A... Panadería. ¡Panadería! Me invade una ráfaga de  inmensa alegría, ante semejante revelación: es la primera palabra que descifro solo, en el mundo real (me refiero a fuera del ámbito escolar). Sigo mi camino, balanceando mi cartera y tarareando sin cesar panadería, panadería, panadería a lo largo de todo el trayecto, hasta casa.  Acabo de comprender que esos signos escritos, en las calles y otros sitios, corresponden a palabras que ya conozco- cuyos sonidos e incluso el sentido mismo ya me son familiares –y que solo depende de mí el disipar las tinieblas que los rodean para sacarlos– de su vacío.

1 comentario:

  1. Un texto perfecto.
    Un mismo sentido sobre el 'efecto pound' y con la revelación de las palabras.
    Gracias al Administrador, y a Florencia Baranger-Bedel, por la traducción.

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