viernes, 22 de abril de 2011

"Una afición engañosamente inútil"

Matias Serra Bradford (foto) es traductor y autor de, entre otros titulos, La biblioteca ideal. El presente artículo lo publicó en el número de Ñ, del 15 de abril pasado, dedicado a la Feria del Libro de Buenos Aires.

Notas al pie de una ciudad

Una ciudad se define por el tipo de patologías que impulsa. La lectura fanática y la bibliomanía podrían considerarse locuras típicas de Buenos Aires, aunque no exclusivas ni las únicas. Leer intensamente es entregarse a una pulsión, a una clase de compulsión que esta ciudad alimenta con generosidad. Las fotografías que tomó hace años el húngaro André Kértesz de gente leyendo en La Boca y Parque Lezama retrataron para siempre ese fervor y continúan alentándonos a serle fiel de por vida.

Rastrear y leer un libro tras otro debe esconder alguna superstición artúrica –persiguiendo un Grial o una serie– porque si uno pasea por Avenida Corrientes o Avenida de Mayo puede atestiguar que no son pocos los bibliólatras que parecen estar biológicamente incapacitados para dejar de llevar ejemplares a sus casas. En el subterráneo, sobre todo, se tiene la impresión de que ciertos lectores creen, heroicamente, que Buenos Aires se sostiene porque ellos siguen leyendo, que la línea de cada renglón es la cuerda por donde avanza la ciudad y encuentra su equilibrio.

En cada ciudad se narra distinto, se miente y se calla distinto; cambian las cosas que se eligen omitir. Invariablemente, el frenesí de la ciudad se alza contra el silencio de la lectura: un tronar versus un crepitar. Una disciplina monástica en medio de una aceleración y una descortesía formidables.

Itinerarios
Es posible intimar con una ciudad a través de la lente de una afición engañosamente inútil como la lectura; se interviene un mapa para darle un sesgo novelesco. En una tarde favorable, lo que hace la ciudad –como una ficción eficaz– es eso, dejarnos en un sitio inesperado. El itinerario que conecta a una librería con otra y los medios de transporte que facilitan la tarea se presentan como un juego de trechos y triangulaciones. El lector ve a Buenos Aires a partir de los lugares que frecuenta para leer y de las librerías de usados más favorecidas: dos en Estados Unidos entre Perú y Chacabuco, en San Telmo. Otra en Montevideo y Vicente López: “Si busca algo avíseme y yo hago de cuenta que lo encuentro”. Una librería como el interior de una carabela en la calle Boyacá, Flores. Otra sobre Sarmiento, a espaldas del Teatro San Martín, con un subsuelo que promete pactos posibles. O en Federico Lacroze y Luis M. Campos –ahí asomó mágicamente parte de la biblioteca del poeta Basilio Uribe–, o en Blanco Encalada y Cabildo, donde un atardecer saltó a mis manos un libro milagroso, dedicado al tipógrafo Juan Andralis. Otra en Charcas y Pueyrredón: “Uno de mis empleados se puso creativo y acomodó a Javier Marías entre los clásicos”. A ciertas librerías uno vuelve, hay que confesarlo, porque cerca hay otra cosa: una relojería inverosímil, una casa de alquiler de disfraces.

Donde sea, el librero está esperando. El lector es todo lo contrario: no puede darse el lujo de rezagarse, sale a conquistar la ciudad y sus escalas están pautadas por el calibre magnético de cada local. El desplazamiento en una ciudad como esta –se sabe la hora de partida, se ignora la de llegada– incita a la lectura y el trayecto se mide en páginas leídas. La velocidad del subte que va a Los Incas o la del colectivo 102 compiten contra la velocidad de la lectura. A mayor incomodidad en el viaje, más urgencia de leer para abstraerse del contexto. Hay quien lee caminando (a ciegas) y el trayecto se hace solo.

Lo que también agradece un lector incorregible es encontrar libros sobre libros. Como uno del veterano en bibliofilia Holbrook Jackson, convencido de que una de las virtudes de la lectura es que es una de las pocas actividades desinteresadas que quedan y de que leer significa “convertirse en otra persona por un tiempo y correr el riesgo de permanecer así”. O tropezarse con el espléndido ensayo de Lisa Block de Behar sobre, entre otras cosas, el mutismo y el sigilo del lector. Y la lógica del azar puede querer, como quiso, que ese día apareciera un libro de otro uruguayo, Carlos Real de Azúa, cuyo título parece aludir al vaivén entre la ciudad sobredimensionada y el lector innominado: Historia visible e historia esotérica .

Una ciudad como esta, amparada por los libros, propone coincidencias y superposiciones, de lecturas y lugares, de unos libros con otros. Una librería de la calle Medrano se corporizó sobre el final de una tarde, minutos antes de un diluvio, para tentar y capturar a una afortunada víctima de un tomo de Sebastiano Timpanaro cuestionando el desliz según Freud. Y otra corazonada llevó a ese dichoso rehén, a escasos estantes y minutos, a dar con el relato de George Steiner sobre ese filólogo y corrector italiano. (Un corrector de pruebas, el encargado del trabajo más microscópico de una metrópolis.) Inevitable, pues, que floreciera la noción de desliz para guiarse en la ciudad. Un desliz –un lapsus, un deslinde, una desorientación– el que conduce de un libro a otro, de una zona a otra más inexplorada.

De nuevos y de usados
Anidan muy variados planos en la ciudad, diversos husos horarios, distintas épocas a la vez. Las dos clases de librerías –de nuevos y de usados– replican ese escenario. Y la librería de ocasión se insinúa como la reserva natural de la literatura: es allí donde puede estudiarse el corte transversal del pasado literario y del presente con sus sismos pasajeros.

El presente es una ficción señalizada: usted está aquí. Es la librería de viejo el verdadero campo de juego de la literatura, donde el tiempo se acumula y se ensancha de otro modo, las reputaciones y relevos se recortan de un modo más intrigante, las capas geológicas son más palpables, y donde los peores y mejores conviven en una agonía igualmente esperanzada.

El lugar donde el presente se precipita y estalla es la Feria del Libro, en Palermo, uno de los sitios más identificados con lo literario en la ciudad, seguramente el más visible de todos, y sin embargo un espacio fugitivo, fantasmático. (Tan próximo, ya que estamos, a ese bulevar de puestos de segunda mano sobre la avenida Santa Fe que es todo un barrio en sí mismo.) A propósito de la Feria, tratándose de una cita concertada entre autores y lectores, sería pertinente que algún día fuera inaugurada por un lector y escritor de la talla de George Steiner, ilustre cascarrabias que rumia y predica en más de una lengua.

En una ciudad de yacimientos ricos en hallazgos librescos, en la que todavía llegan a la orilla del presente restos de un pasado glorioso, la de buscar libros es una aventura como quedan pocas. Descubrimientos de nuevas especies, peligros de intoxicación y envenenamiento, ascensos y descensos escarpados: un lector de Buenos Aires nada tiene que envidiarle a un naturalista pionero. Algunas de sus calles dan fe: Darwin, Linneo y Humboldt. Hay poco de dandismo y mucho del comportamiento de un hurón en esta cacería sin fin. Se tarda en descubrir que la literatura es un conocimiento propio, privado, creado y expandido por cada lector a partir de sus libros, como si cada lector verdadero fundara una ciencia nueva. En un mundo cada vez más dado a decirlo todo, a darlo todo servido, en el que la curiosidad equivale a impertinencia o a vanidad, ciertos lectores devienen quijotes que salen a romper lanzas por lo recóndito, lo murmurado.

Los modos de su desvarío son incalculables. El lector que persiste como un niño, esperando que la ciudad le dé algo: una música, un libro, restos para una colección a medias imaginaria. El lector que cuanto más raro es el libro que encuentra, más estima a la ciudad. El lector que tiene la entereza de no aspirar a escribir, de no ceder a la tentación de escribir. (Que sabe que leer solo porque uno aspira a escribir es la ruina de la literatura.) El que entra y sale lo más rápido posible de esa librería de la avenida Rivadavia, de modo que la transacción goce de una tenuidad óptima, y la “cuestión” sea entre el libro y él, y el local se olvide lo más rápido posible, lo mismo que la máscara de quien cerró su puño sobre el dinero y entregó el ejemplar a cambio. El lector que se desvive por el fulgor de un objeto portátil, portentoso, detectado en la vitrina de una galería con la mitad de sus locales vacíos. El que acumula libros como si dentro de siete días fuera a empezar una vida nueva, en otra parte. En el momento de bajar las persianas al caer la noche, cualquiera de ellos puede ser testigo de una de las imágenes más consoladoras –más prometedoras– que pueda ofrecerle esta ciudad. Las ventanas iluminadas de edificios vecinos: la ilusión de que por cada luz encendida hay un libro predestinado.

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