miércoles, 28 de diciembre de 2011

La vida en el laboratorio es un bodrio

Todo el mundo sabe, o debería saber, que Andrés Ehrenhaus posee un histrionismo polifacético y que, por lo tanto, domina el estro tanto del drama como de la comedia. Sin embargo, cuando modestamente le pedimos que se disfrazara de Papá Noel para salir fotografiado en este blog, no quiso, arguyendo cuestiones contractuales con no sabemos qué organización que se dedica a hacer animaciones de Hanukka y Kwanza. Y agregó: "Sólo hago desnudos cuidados". Como no sabemos a qué se refería, nos limitamos a ofrecer como ilustración de esta entrada una parte de su cuerpo, acaso la que mejor lo caracteriza. Luego, para paliar nuestra decepción, nos propuso a cambio esta colaboración que sigue. Mucho se la agradecemos. Jo, jo, jo.

El grado subcero de la escritura

En el principio fueron sujeto y predicado. Después la gente agregó adjetivos y algún complemento de modo, lugar y, sobre todo, tiempo. Y nacimos a la ficción. La narración es invento y el invento es épica: ocupar lo desconocido con palabras. Durante milenios, la escritura supo inclinar el equilibrio hacia lo vacío, nunca hacia lo lleno; fue más valor de uso que de cambio. Para que ruede, un binomio debe tender al desequilibrio, debe tener radicales libres, debe tender al vértigo venciendo el mareo. El mareo de lo lleno. Ese mareo que aparece cuando el valor de cambio se impone a su par. Cuando haber escrito y, sobre todo, publicado, se torna más importante, más acuciante, más necesario que escribir, que ocupar el vacío, que conquistar la nada con ficciones, que sacarle el brillo más asombroso al metal menos noble.

De un tiempo a esta parte, muchos de los alquimistas se han ido pasando a la química inorgánica. La escritura se ha vuelto para muchos un producto de laboratorio farmacéutico. De la épica de conquista de lo desconocido se ha pasado al dumping de los mercados con sucedáneos testeados in vitro y comerciados mucho más allá de su límite de caducidad. El lector como enfermo crónico de ansiedad, anhelo, gula o aburrimiento. El autor como visitador médico. El mercado como regulador de la ficción. Lo lleno como dualidad: frente a lo lleno bueno (la novedad), lo lleno malo (el basural). Ya no más huecos. Ni un agujero por tapar.

No es sorprendente, por tanto, que algunos autores se reserven el derecho a producir cuando la regulación del mercado no les es favorable. Después de todo, la vida en el laboratorio es un bodrio y lo que sale de los tubos tampoco es el gran wazoo, sobre todo comparado con la calidez y el comfort de los afterahuers, las entrevistas inocuas y el glamur del pescado vendido. Escribir, hoy en día, es un verdadero asco; haber escrito, en cambio, es un alivio, y publicar es como arañar el salón vip del cielo. Es natural que quienes vean peligrar ese privilegio amenacen con discontinuar su producción. Podrían amenazar con reducir su calidad (siempre es posible, si se sabe cómo) pero no, son sabedores de que el lenguaje cuantitativo es mucho más directo. Si antes se aferraban al grado cero de la escritura como tabla rasa de salvación, ahora coquetean con el grado subcero.

El caso es que las multitudes ahítas y confusas pueden vivir sin eso y mucho más. Que les da igual un antibiótico caducado que otro. Que si un autor se calla, detrás saldrán dos docenas de autores iguales, ansiosos por atiborrar lo atiborrado. Que entre no escribir y no callar a veces no hay mayor diferencia. No digamos ya entre la fama y el olvido.

Da la sensación de que, últimamente, solo a los traductores como grupo-ahí nos importa la calidad épica de la escritura, seguramente porque solo a nosotros nos compromete en cuerpo y alma, o soma y sema, como quieran. Nadie como un traductor (bueno, sí, un corrector) para preferir el susurro o el silencio incluso al misticismo estridente de la repetición de lo lleno. Nadie como un traductor para acompañar la conquista y ahondar en esa ficción. Nadie como un traductor para ser fulcro del lenguaje. Nadie como un traductor para asomarse al vacío. Y no temblar.

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