lunes, 16 de enero de 2012

Lord Byron y sus aportaciones al debate de la traducción


Nuevamente Javier Ortiz García y un magnífico artículo publicado por Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 10 - Año 2008, a propósito de Lord Byron y la traducción.

Lord Byron y la traducción

La figura de Byron como traductor debe enmarcarse dentro de los profundos cambios que se produjeron en la concepción de la traducción como actividad literaria entre los siglos XVIII y XIX. En After Babel, George Steiner destaca dos fechas concretas como fundamentales en los cambios producidos en la actividad traductológica: por una parte 1792, año de publicación del ensayo de Alexander Fraser Tytler Essay on the Principles of Translation; por otra parte, en 1813 ve la luz Über die verschiedenen Methoden des Übersetzens del teólogo alemán Friedrich Scheleiermacher. Steiner defiende su afirmación diciendo que entonces se pasa de «an epoch of primary statement and technical notation» a otra de «theory and hermeneutic enquiry», en la que la noción de la naturaleza de la traducción «is posed within the more general framework of theories of language and the mind» (Steiner 1975: 236-37).

Tanto Tytler como Scheiermacher, desde perspectivas bien diferentes, mostraron especial interés por el problema del estatus de la traducción y del traductor. Es difícil determinar con una mínima precisión cuándo la traducción pasó de considerarse una escritura «creativa» a convertirse en una actividad literaria «menor» –aspecto que, por desgracia, todavía prevalece en muchos ámbitos editoriales y literarios–, pero lo que está fuera de toda duda es que este giro está directamente relacionado con los cambios producidos en el proceso de la codificación del lenguaje y con las continuas innovaciones que se fueron produciendo en los sistemas educativos, que, durante años, iban primando la importancia del trabajo escrito (lo que, en teoría, ayuda a establecer un sistema «evaluativo» más estable). Scheleiermacher llegó incluso a sugerir la creación de un «sublenguaje» independiente, para uso exclusivo de la literatura traducida, con el fin de tratar y leer el texto traducido de tal manera que se asegurara la comprensión de su particularidad intrínseca y así intentar mitigar el exceso de absorción que la cultura de llegada pudiera hacer de ese texto. Tytler, por otra parte, presenta una actitud mucho más pragmática –y más británica– cuando dice: “The Art of Translation is of more dignity and importance than has generally been imagined. I will afford sufficient conviction, that excellence in this art is neither a matter of easy attainment, nor what lies at all within the reach of ordinary abilities; since it not only demands those acquired endowments which are the fruit of much labour and study, but requires a larger portionof native talents and of genuine taste, than are necessary for excelling in many departments of original composition” (Tytler 1978: 16). Tytler, pues, aboga por la enorme importancia del traductor, que ha de poseer ni más ni menos talento que el escritor de la obra original, detalle que pareció escapar a la atención del mundo editorial del siglo XVIII –y que quizá el del siglo XXI no ha sabido recuperar todavía–. Fuera de los ámbitos propios de traductores, de estudiosos de la traducción y de algunos filológicos la traducción se ha considerado tradicionalmente como un mero ejercicio lingüístico y/o literario, algo que se puede conseguir con no mucho conocimiento de una lengua extranjera y un buen diccionario. La proliferación de diccionarios bilingües, monolingües, generales y especializados no ha hecho sino ratificar que este punto de vista se aceptara casi sin rechistar, alentado, en nuestro caso, por el mercado literario editorial, en busca casi siempre del éxito rápido en forma de textos traducidos.

Pero, para ser justos, además de este interés «interesado», se iban produciendo en la traducción otros cambios de gran calado. La casi obsesión del siglo XVIII por la catalogación y por el establecimiento de sistemas lingüísticos llevó a un cambio hacia lo que se podría denominar como «gramatocentrismo», lo que desembocó en una actitud diferente hacia el multilingüismo. En su libro The History of Education and the History of Writing, Keith Hoskin resume lo que estaba sucediendo entonces: “The very typology of language is transformed. No longer do languages coexist in the old multilingual mode; there is a drive to eradicate multilinguality and to establish the mono lingual nation-state. There is a political history of language here which is beginning to bewritten. Figures like the Abbé Grégoire in France and Noah Webster in the USA are among those prominent in the late 18th century in the movement for monolinguality: in Webster ́s words, “our political harmony is concerned with a uniformity in language” (Hoskin 1993: 38).

Hoskin argumenta que el «gramatocentrismo» tiene una historia larga, que se remonta a la publicación de la primera gramática francesa por Jacobus Silvius en 1531 y a la Gramática Castellana de Nebrija del 1492, aunque sugiere que es en el siglo XVIII cuando encuentra su apogeo debido al nuevo estatus y alcance de la lengua escrita. El monolingüismo, cree Hoskin, es un producto de la escolarización obligatoria, que restringe las formas escritas a los ejercicios que ahí se deben realizar.

Los vínculos entre el monolingüismo y el nacionalismo tienen una función destacada en la historia de la traducción a finales del siglo XVIII y el XIX. En su peor cara, es el resultado de la actitud imperialista de escritores como Edward Fitzgerald quien, en 1851, expresaba que era una verdadera diversión para él «to take what liberties I like with these Persians, who, as I think, are not Poets enough to frighten one from such excursions, and who really do want a little Art to shape them» (Fitzgerald 1857: 321). El texto fuente queda relegado a una mera propiedad que la cultura de llegada consume y que, además, existe en una relación jerárquica –inferior, por supuesto– con esa cultura. Debido a esa jerarquía, la pericia del traductor, o la falta de ella, se convierte en un hecho irrelevante. Es también muy significativo que la traducción en cuanto que la transferencia de un texto en una lengua fuente a otro texto en una lengua de llegada se consideraba una herramienta de la enseñanza de lenguas extranjeras, donde los criterios estilísticos quedaban supeditados a los gramaticales. Este tipo de traducción –o más bien este tipo de actividad relacionada con la traducción– emplea el proceso traductológico no como un fin en sí mismo, sino, más bien, como un fin fuera de él; a saber, tiene como objetivo la mejora de la enseñanza de la lengua de la que se traduce. Curiosamente, la asociación entre translatio e imitatio –que se había mantenido en pie durante siglos y siglos– fue desvaneciéndose hasta casi desparecer.

La historia del nacionalismo y el crecimiento de una literatura nacional se ha estudiado con relativa frecuencia; lo que quizá se ha analizado en menor medida es la relación entre el monolingüismo, el nacionalismo y la traducción. El enorme impacto que autores como Shakespeare, Byron, Scott, Mcpherson, Voltaire, Rousseau y Goethe, por citar algunos ejemplos destacados, causaron en la lengua de llegada a la que se iban traduciendo es bien conocido. En Hungría, por ejemplo, György Bessenyei (1742 1811), muy influenciado por Voltaire, llevó a cabo un redescubrimiento de la literatura y la cultura húngaras; en Polonia, el conde Krasicki (1735-1801) tradujo a Macpherson con el objetivo claro de ampliar las fronteras culturales polacas; el mismo papel desarrolló Dositej Obradovic (1739-1811) en Serbia; por último, en la misma época, Valentin Vodnik (1758-1819) intentó que el esloveno gozara de una tradición literaria de la que hasta entonces carecía con la publicación de sus traducciones. No obstante, puede que el ejemplo más ilustrativo y más divertido para comprender el fervor nacionalista provocado por los textos escritos es el de los manuscritos checos de los siglos IX y X publicados por Vaclav Hanka (1791-1861) en los años 1817 y 1818. Estos manuscritos, muestrarios y modelos de la gloria cultural checa antigua, que sirvieron para el florecimiento y el auge de la literatura checa del XIX, no eran en realidad más que invenciones; es decir, el resurgir de la literatura nacional checa se fundamentó en un engaño.

Desde principios del siglo XIX en adelante las traducciones literarias al inglés, quizá debido al asentamiento internacional británico, fueron disminuyendo de manera significativa con respecto a épocas anteriores, en la misma medida en que gran cantidad de autores británicos se traducían a lenguas europeas en un porcentaje muy superior al habitual hasta entonces. Esta marcada tendencia debió suponer, sin duda, importantes problemas a autores como Percy Bysshe Shelley y Lord Byron, muy interesados como estaban en el establecimiento de una cultura nacional. Por un lado, encontramos en esa época un creciente aislamiento británico en términos culturales, mientras que por el otro surgen naciones que tratan por todos los medios establecer su propia cultura nacional bajo el dominio extranjero. La función que la traducción podía tener para autores italianos o alemanes, por no mencionar polacos o bohemios, era, sin duda, bien diferente de la que las obras traducidas representaban en territorio británico.

En su libro sobre Shelley y la traducción, The Violet in the Crucible, Timothy Webb sostiene que no hay una explicación sencilla que aclare por qué Shelley traducía. Sugiere este autor que Shelley parecía contemplar dos actitudes ante la traducción: la primera, como empleo de la traducción para diseminar ideas; la segunda, como escape en los momentos en que, como él mismo dijo en 1818, se veía «totally incapable of original composition» (170). Para Shelley, pues, la traducción tiene un doble perfil: en primer lugar posee una función moral, en cuanto que expande el acervo cultural de la lengua de llegada, dando a conocer a esa cultura «grandes» autores del pasado; en segundo lugar, sirve, según Shelley, como ayuda para crear nuevas energías creativas en esa cultura de llegada, que es precisamente lo que William Cowper reclamó haber hecho con su traducción de La Ilíada de 1771 (1). Pero Webb también deja caer en su estudio que para Shelley la traducción no dejaba de ser una actividad secundaria y que lo que aparenta ser una confusión de actitudes frente a la traducción no era más que una gran inseguridad ante el reto de la empresa a la que se enfrentaba en cada traducción. No parece sencillo encontrar argumentos a favor de esta última afirmación, y sí aparenta ser más fácil defender que existía una ausencia casi total de dimensión política cuando se realizaban traducciones al inglés, lo que a Shelley seguramente le resultaba ciertamente incómodo. Lo que es seguro es que Shelley tradujo abundantemente hasta el final de sus días.

La imagen, si nos dirigimos a Byron, es bien diferente: a pesar de ser un consumado lingüista, tradujo muy poco, lo que ya es de por sí interesante. De joven tradujo lo que a priori se podría esperar de él: Horacio, Catulo, Esquilo y Eurípides, aunque sus mejores traducciones se pueden extraer de la lengua italiana. Incluso de esa lengua tradujo relativamente poco: el primer libro de Morgante Maggiore, el episodio de Paolo y Francesca de La Divina Comedia, uno de los fragmentos más extraños de toda la obra de Dante. Tampoco se encuentran demasiadas reflexiones sobre su labor traductológica, aunque lo poco conocido es harto revelador. Como años después haría Ezra Pound, Byron se mezcla deliciosamente entre traslatio e imitatio, creando lo que Pound dio después en llamar «homages», poemas como The Lament of Tasso y The Prophecy of Dante.

El prólogo a The Prophecy of Dante contiene una afirmación que es interesante respecto a la actividad traductológica, cuando dice que ha empleado la terza rima que «I am not aware to have seen hitherto tried in our language», de manera que el poema «may be considered as a metrical experiment». Después de esta afirmación, Byron comienza a hablar de los problemas de la traducción, curioso, cuando menos, porque el poema no es una traducción. Se queja también Byron aquí de la traducción al italiano del cuarto canto de Childe Harold , cuya estrofa spenseriana (2) se convierte en la traducción en verso libre «without regard to the natural divisions of the stanza of the sense». Independientemente de que el comentario esté o no directamente relacionado con su labor, lo que Byron sí que deja claro de manera implícita es que la forma del poema debe equilibrarse al máximo con el contenido del mismo y que el traductor que no lo hace así, sea cual sea la razón, crea una entidad formal nueva y destruye la forma y el sentido del poema original. Esta afirmación cobra especial relevancia cuando estudiamos la traducción que Byron hizo de Pulci, como analizaremos más adelante.

Una vez que se ha pronunciado sobre la traducción, Byron salta a la arena del nacionalismo y los textos literarios. Los italianos, afirma Byron, «with a pardonable nationality are particularly jealous of all that is left to them as a nation – their literature», y añade: “In the present bitterness of the classic and romantic war, they are but ill disposed to permit a foreigner to approve or imitate them, without finding some fault in his ultramontane presumption. I can easily enter into all this, knowing what would be thought in England of an Italian imitator of Milton, or if a translation of Monti, or Pindemonte, or Arici, should be held up to the rising generation as a model for their future poetical essays” (Byron 2004: 16).

Llegados a este punto, quizá dándose cuenta del terreno un tanto pantanoso que pisaba, Byron se disculpa por la digresión y abandona la discusión, no sin antes hacer bien explícita su opinión respecto a las fuertes implicaciones políticas que el traductor de su época ha de considerar.

En 1819, en la adenda en prosa a West-Östlicher Divan, Goethe formula su conocida división tripartita del proceso de la traducción (3). Goethe afirma que toda cultura literaria debe pasar por tres fases de la traducción, que se pueden encontrar simultáneamente en una literatura determinada, ya que, en realidad, son cíclicas. La primera fase «acquaints us with foreign countries on our own terms» (2006: 200), de manera que el material traducido entra en la cultura de llegada imperceptiblemente y adquiere una función propia y habitual en esa cultura. En la segunda fase se produce una apropiación por medio de la sustitución y la reproducción, donde el traductor absorbe el sentido de la obra original y lo reproduce en sus propios términos; Goethe denomina este tipo de traducción «parodistic» (2006: 201) y lo ilustra con las grandes traducciones francesas de los siglos XVII y XVIII. Por último, la tercera fase busca la consecución de una identidad entre la lengua fuente y la de llegada por medio de la creación de un sistema literario y lingüístico nuevo; este tipo de traducción, defiende Goethe, es el más noble, aunque también el más complicado, ya que, con toda seguridad, es donde el traductor se va a encontrar con la hostilidad del lector al que se dirige la traducción. Goethe, pues, aboga por un nuevo concepto de originalidad en la traducción.

Al analizar los vínculos entre el nacionalismo y el monolingüismo es de justicia señalar la existencia de un movimiento que caminaba en dirección contraria: el internacionalismo en términos culturales. En 1818 se creó en la Sorbona de París la primera Cátedra de Literatura Comparada, y ya en 1850 los términos «literatura comparada» se habían acomodado en diferentes lenguas europeas, incluida la inglesa. Las premisas básicas de estos nuevos estudios literarios eran entonces simplemente comparar y contrastar tipos de escritura a lo largo y ancho de las diferentes fronteras culturales, estudios que hasta entonces se veían como parte connatural de la literatura tradicionalmente entendida, hasta que las fronteras políticas y lingüísticas se definieron de manera más rígida. Por tanto, al estudiar el trabajo de Byron desde la perspectiva de la traducción, se debe éste considerar dentro del marco histórico cultural cambiante de entonces, donde, por un lado, las naciones trataban con orgullo de preservar el monopolio de sus propios escritores, y, por el otro, se comprometían en la búsqueda de una unidad universal ideal. El modelo de Goethe sugiere que estos aparentemente contradictorios procesos podían sucederse simultáneamente, aunque en el caso de Byron, igual que con Shelley, su postura se complicaba más aún por su estatus de exiliado, grupo marginal de expatriados repartidos por toda Europa cuya posición les negaba una función social importante. ¿Cuál podría ser, pues, la función de la traducción para Byron? Queda fuera de toda duda que no compartía la concepción traductológica de Shelley, aunque también era perfectamente consciente de los problemas ideológicos propios de la traducción. Traducir se podía considerar una apropiación por parte de la cultura «colonizadora» o, contemplado desde otro punto de vista, como un acto subversivo. En cualquiera de los dos casos, el traductor aparece como el derrotado.

Lo que sí que se echa en falta en las pocas anotaciones de Byron sobre la traducción, igual que en las más copiosas de Goethe, es alguna alusión a la precisión y la fidelidad de la misma, términos puestos en tela de juicio desde comienzos del siglo XVIII, donde el traductor se veía como un mero retratista o imitador, y cuya obligación moral abarcaba tanto el original como el receptor.

En el prefacio a su traducción de Homero, Pope sintetiza la postura clásica dieciochesca respecto a la traducción, esa que defiende el término medio por encima de los extremos: “I will venture to say that there have not been more men misled in former times by a servile, dull adherence to the letter, than have been deluded in ours by a chimerical insolent hope of raising and improving their author... The translator must... copy him in all the variations of his style, and the different modulations of his numbers; to preserve, in more active or descriptive parts, a warmth, and elevation; in the more sedate or narrative, a plainness and solemnity; in the sentences a shortness and gravity; not to neglect even the little figures and turns on the words, not sometimes the very cast of the periods, neither to omit nor confound any rites and customs of antiquity” (Pope 1967: 15).

El resultado del método que Pope propone se puede observar en unos versos de uno de los baladistas más prolíficos de principios del siglo XVIII, Matthew Prior, que dice en «Down-Hall; A Ballad»: “Hang Homer and Virgil: their meaning to seek, A man must have pok ́d into Latin and Greek; Those who love their own tongue, we have a reason to hope, Have read them translated by Dryden and Pope” (Prior 1959: l. 551).

Sin embargo, Cowper, en el prefacio a su traducción de La Ilíada, publicada un poco después, en 1802, presenta una imagen bien diferente: “I will venture to assert that a just translation of any ancient poet in rhyme is impossible. No human ingenuity can be equal to the task of closing every couplet with sounds homotonous, expressing at the same time the full sense of his original” (Cowper, en T. R. Steiner 1975: 54).

El problema de la equivalencia, todavía sin resolver en la actualidad, subyace todas estas reflexiones sobre la traducción. Es significativo que en la época pre-enciclopédica nunca surgió la cuestión de la «exactitud» definida en términos de equivalencia exacta entre sistemas lingüísticos.

Algunas personas perecieron en la hoguera por traducciones que ofrecían una interpretación «errónea» de las Sagradas Escrituras, pero a nadie se le denunció por inexactitudes en esas traducciones. Esa noción de fidelidad exacta a un texto fuente determinado presupone algún tipo de similitud oculta que permite que esas equivalencias se produzcan.

De lo poco que Byron tradujo, me parece que, lejos de lo que tradicionalmente se ha sostenido, sus aportaciones al debate de la traducción son muy enriquecedoras. En el prefacio de Morgante Maggiore, Byron señala que se ha tomado la libertad, como Pulci había hecho antes que él, de cambiar los nombres propios, aunque: “In other respects the version is faithful to the best of the translator ́s ability in combining his interpretation of the one language with the not very easy task of reducing it to the same versification in the other [...] The translator wished also to present in an English dress a part at least of a poem never yet rendered into a Northern language; at the same time it has been the original of some of the most celebrated productions on this side of the Alps, as well as of those recent experiments in poetry in England which have already been mentioned” (Byron 2004: 153).

La traducción de Byron de la obra de Pulci se ha tildado en numerosas ocasiones de inerte y aburrida; el crítico y poeta Philip Hobsbaum afirma que Byron no fue capaz de entender y aprender directamente de la poesía de Pulci, así que, teniendo en cuenta tan respetada opinión, el lector, en este caso yo mismo, se enfrenta a la traducción de Byron con expectativas, digamos, más o menos dudosas. Cuál es la sorpresa cuando el lector que esto firma se encuentra con una traducción mucho mejor de la esperada. Cuando Pope menciona la necesidad de que el traductor siga en su trabajo con precisión el texto fuente, está poniendo de relieve una de las premisas que muchos de los docentes de la traducción intentamos inculcar desde el principio a nuestros estudiantes: que el traductor debe, en primer lugar, analizar la estructura del texto fuente de manera que comprenda a la perfección los patrones que en él se encuentran. En muchos textos poéticos, la rima es el rasgo estructural dominante, mientras que en otros muchos este aspecto no es más que secundario; la función de la rima en los textos poéticos, pues, varía, y ha de ser la lectura atenta del traductor la que revele esas variaciones. En el caso de la poesía de Pulci, lo que consigue la rima es poner en primer término ciertos elementos y pasar la fuerza de cada estrofa a los dos últimos versos, con el empleo de un modelo ababacc. El último pareado es especialmente válido para el propósito del poeta, a saber, la sátira del anti-héroe, porque rebaja el tono elevado de lo dicho hasta entonces. En un poema largo, una vez que se establece el efecto sorpresa de los dos primeros versos, las expectativas del lector se dirigen hacia el momento del impacto en el que la habilidad poética del autor se ha de hacer evidente.

Si Byron traducía del italiano al inglés, hay que tener en cuenta un rasgo estilístico de esta lengua que contrasta con la inglesa: los sustantivos se suelen colocar, igual que en español, delante de la concatenación de adjetivos; en inglés, se pueden agrupar esos adjetivos delante del nombre, de manera que a veces éste se ve abrumado por tanta calificación. Este recurso se puede utilizar para atenuar la fuerza del sustantivo o, por el contrario, como recurso cómico que ayuda a subrayar la incongruencia de ese sustantivo. Así que el adjetivo inglés puede llevar una gran carga, igual que el verbo con la capacidad que tiene para ayudarse de formaciones auxiliares. Cualquiera que tenga cierta experiencia traduciendo del italiano –o del español– al inglés se da cuenta casi de inmediato de estas sencillas diferencias mientras lee o traduce el texto; lo que quizá sea más sorprendente es percatarse de la habilidad con la que Byron supo mantener en inglés el recurso de Pulci en italiano de sostener ciertos elementos al principio de la composición; veamos, por ejemplo, los versos 33 al 36 de Morgante Maggiore, en los que Byron coloca al principio un sustantivo que, con sorprendente exactitud, corresponde al del texto de Pulci:

33 e rivocava la forza e la mente
Orlando has recalled his force and senses

34 poi si chinò per tor di terra un sasso
And then he stopped to pick up a great stone

35 Orlando ringraziava il Padre e ́l Verbo
Orlando thanked the Father and the Word

36 tanto ch ́anco torni a Carlo Mano
At least return once more to Carloman

No estoy defendiendo que este tipo de extrema fidelidad sea necesariamente buena y deseable; lo que sugiero es que la prueba clara de esa fidelidad al texto fuente de la mano de la cuidadosa estructuración de cada una de las estrofas que conduce a los pareados finales muestra un acercamiento a la traducción refinado y sensible, que cuida tanto el contenido como la forma del original. Byron se esfuerza por imitar el tono de la poesía de Pulci siguiendo casi al pie de la letra la estructura del verso y retiene el orden de las estrofas hasta donde la sintaxis inglesa le permite. Este tipo de traducción, muy cerca de la propuesta de Pope, ubica al traductor en una posición respecto al original que no es ni subversiva ni dominante.

La traducción de El Morgante permite a Byron una experiencia con la ottava rima en sus primeros pasos4. Algunas de las rimas de Pulci en sus octavas son tan forzadas que aparentan ser grotescas en sí mismas. Byron trata de adaptar esta técnica del poeta italiano empleando en inglés la half-rhyme5, rimas encadenadas o, al igual que en italiano, forzando las rimas al máximo, es decir, distorsionando el modelo rítmico en inglés hasta extremos casi absurdos. En resumen, Byron «experimentó», tal como afirma en el prefacio, con el Morgante debido a causas que tienen que ver tanto con la forma –emplea una rima determinada para conseguir un cierto tono– como con la búsqueda de una afinidad con el autor del texto italiano.

Uno de los puntos más debatidos de la teoría de la traducción desde 1950 hasta nuestros días es el de la afinidad del traductor con el autor del original (Catford 1965; Steiner, 1975; Rabadán, 1991; Robinson, 1991; House, 1997; entre otros muchos). ¿Por qué ciertos autores deciden traducir a otros? Ya se ha mencionado antes que Shelley a veces traducía desde un sentimiento de obligación moral, es decir, desde su deseo de que sus contemporáneos conocieran los escritos de autores que él consideraba meritorios. Byron, por otra parte, eligió traducir Morgante, texto absolutamente eclipsado por Orlando Furioso y por otros grandes poetas del Renacimiento. Pero si observamos con atención la obra de Pulci, encontramos ciertos factores que con seguridad Byron consideró atractivos: la elección del material del poeta italiano; la tentación de revestir una obra considerada menor con ropajes de poesía épica; la persecución que sufre el personaje por parte de Ficino por sus herejías y blasfemias; o su trágico final, enterrado con nocturnidad como un hereje y un apestado. ¿Qué mejor lugar para buscar cómo manejar la ambigüedad que en una obra de un autor como Luigi Pulci, a quien Byron había leído hacía unos años por primera vez en traducción de John Hookham Frere?

En numerosas ocasiones, grandes traductores literarios han afirmado que la afinidad entre el autor del texto fuente y el traductor es un factor decisivo en el proceso de la traducción (Peden 1989; Rabasa 1996). Estos autores defienden que algunos escritores tienen que traducir en momentos determinados de sus carreras literarias. Independientemente de que esta afirmación sea discutible, que lo es, sí que podría servir para intentar explicar por qué algunos escritores emprenden la traducción de textos que les atraen en ciertas circunstancias. Quizá lo que más interesa en nuestra discusión es que la distinción que se hace al referirnos al estatus de «original» y traducción deriva casi siempre de una visión particular de la producción literaria del momento. No hay más que echar un vistazo a la literatura del siglo XVI para comprobar que existía otro concepto de traducción distinto al que tenemos hoy en día en el mundo occidental. Los problemas comienzan a multiplicarse cuando la autoría de la obra literaria pasa a primer plano y cuando la originalidad prima por encima de otros valores literarios. Cuando Pulci escribió Morgante o cuando Shakespeare reescribió Hamlet, la cuestión de la originalidad del contenido era irrelevante; lo que de verdad importaba era cómo se daba forma a ese material ya existente, y, en ese contexto, la traducción no se consideraba una actividad secundaria. Parece, pues, que se podría pensar que las traducciones de Byron constituyen un eslabón más en su formación como poeta, de manera que, antes de escribir Don Juan, necesariamente habría de traducir Morgante. Es bien sabido que en el Canto III de Don Juan, cuando Byron traduce e incorpora estrofas completas de La Divina Comedia, está empleando la práctica medieval de apropiarse de lo escrito por otros autores, sin ningún tipo de recato ni rubor. Una de las traducciones sí reconocidas por Byron, en el sentido que nosotros entendemos, es el episodio de Paolo y Francesca de Infierno V, que, significativamente, no traduce completo: no aparecen en la versión de Byron la famosa imagen de las palomas, ni las palabras que Francesca dirige a Dante, el viajero. En su lugar, Byron comienza con la historia de Francesca, «The Land where I was born sits by the seas...», y concluye con el final del Canto. La elección del episodio, en el que Francesca confiesa estar enamorada, y el triste final al que ese amor prohibido la arrastra es uno de los momentos más emotivos de La Divina Comedia y, como señalaba anteriormente, la afinidad del traductor con el texto que traduce es evidente: en ambas obras aparecen el hermano y la hermana (política), el amor que nace de inmediato tras la lectura de un libro, su desamparo ante la pasión desatada, el trágico clímax y como dice Francesca: «The greatest of all woes / Is to remind us of our happy days / In misery...».

Es necesario destacar aquí, no obstante, que lo que surge del análisis de la traducción de Byron es el mismo tipo de atención a los detalles de la forma, manteniendo muchos de los recursos del original italiano a pesar de que emplea la terza rima, algo que Henry Francis Cary, a pesar de su inmensa sabiduría literaria y sus excelentes dotes de traductor, no fue capaz de trasladar en su versión inglesa. Veamos juntas las dos traducciones –la de Byron y la de Cary– para comprobar cómo el primero se las ingenió para solucionar problemas sintácticos en los que Cary tuvo evidentes problemas:

Amor, ch ́a nullo amato perdona
mi prese del costui piacer si forte,
che, como vedi, ancor non a ́bbandona.

Love that denial takes from none beloved
caught me with pleasing him so passing well
that, as thou seest, yet he deserts me not (Cary)

Love, who to none beloved to love again
Remits, seized me with wish to please so strong
That, as thou seest, yet, yet it doth remain (Byron)

¿Qué conclusión se puede sacar de esta breve mirada al Byron traductor? En primer lugar, y en contra de lo que habitualmente se afirma del poeta inglés, el que Byron tradujera relativamente poco no está directamente relacionado con su falta de interés por la traducción y con la calidad de las que realizó; más bien se podría afirmar lo contrario: traduce lo que le habría gustado escribir, siguiendo criterios que se encuentran en el texto que traduce y en su particular lectura del mismo, y no en factores que puedan haber llevado a otros autores a traducir. En sus traducciones, por otra parte, sigue los preceptos de Pope, manteniendo las estructuras internas del texto fuente en la medida que la sintaxis inglesa se lo permite y, al mismo tiempo, esforzándose denodadamente por escribir poesía en lugar de caer en el viejo artificio de mantener el contenido por encima de la forma. A este respecto, parece que la traducción que Byron ejerce pertenece al tercer grupo de lo que al principio del ensayo nos proponía Goethe, ya que con el empleo de la terza rima y, especialmente, de la ottava rima ensancha las fronteras de la poesía inglesa sin detractar el texto fuente en italiano. Una vez que ha negado la traducción como arma nacionalista, Byron elige en su lugar traducir por razones personales y, en el camino, avanza en su formación como poeta. Lo irónico de toda esta cuestión es que mientras que las traducciones de Byron han caído en el olvido a lo largo de los años, generaciones de traductores han trasladado su obra en multitud de lenguas, a menudo con resultados dudosos, precisamente porque sus criterios para traducir no se encuentran dentro de los propios textos, sino fuera de ellos.


Notas
1. Este aspecto, directamente relacionado con la ubicación de la traducción en el sistema de llegada, es uno de las propuestas fundamentales y más desarrolladas por los teóricos de la denominada Escuela del Polisistema, especialmente Itamar Even-Zohar (1978) y Gideon Toury (1980, 1995).

2. Estrofa de nueve versos, con rima ababbcbcc, empleada por Edmund Spenser en The Faerie Queene e imitada de vez en cuando por poetas románticos.

3. En D. Weissbort y A. Eysteinsson (eds.), 2006, Translation – Theory and Practice. A Historical Reader, traducción de A. Lefevere, pp. 199-204.

4. La octava, de origen italiano, se comenzó a emplear en el siglo XIV; sin embargo, fue Pulci en Morgante Maggiore (1487) quien comenzó el uso peculiar de esta estrofa por el que casi siempre es identificada: bajo un tono mitad serio mitad burlesco, se esconde una parodia de las canciones de gesta.

5. Half-rhyme es un recurso empleado con cierta frecuencia por poetas ingleses, en el que se repiten en los versos los sonidos finales, aunque los sonidos vocálicos son diferentes; por ejemplo: «chess/grass», «rain/gun», «jump/stamp» o «gallows/wallows».


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