viernes, 22 de junio de 2012

"Una comunicación cultural más ecuánime"

Otra interesante columna –con la que llegado el caso, vale la pena discutir– de David Paradela López, publicada hoy en El Trujamán.

Traducir a la letra: E de español

La Academia y el afán normativo le han hecho más mal que bien al español. La lengua cambia, se corrompe, deriva, y luchar contra eso es querer vaciar el océano a cucharadas. No sé si consciente de ello, o por otros motivos, la Academia lleva años fingiendo desentenderse de la palabra «norma» y apostando por la vía del «panhispanismo». Es cierto que, entretanto, sus arbitrariedades habían provocado una crisis de confianza en sus dictados (o recomendaciones o como quieran llamarlas), pero lo es también que muchos de los temores que nos infundió siguen vivos. Entre ellos el del regionalismo. Un ejemplo: el de la traducción de Il birraio di Preston de Andrea Camilleri al español y al catalán. En ella, Camilleri usa y abusa de las variedades dialectales italianas; la lengua, más que una característica de los personajes, es el personaje. La versión española está traducida casi por entero en lengua estándar, mientras que la catalana despliega un mosaico dialectal equiparable al del original. ¿Por qué damos por hecho que tal estrategia no tiene cabida en una traducción al español? Para quien esto escribe la cuestión es un misterio, aunque tal vez esté en lo cierto Pau Vidal (traductor de la novela de Camilleri al catalán) cuando dice que «las lenguas grandes son grandes justamente por esta razón, porque impiden el proliferar de variedades en el seno de la estándar». Tal vez sí, tal vez ha sido el imperialismo lingüístico lo que ha creado el espejismo de la unidad del castellano escrito. Espejismo porque, en traducción de literatura, esa unidad no puede y seguramente no debe existir: no puede porque nadie puede tener en la cabeza los usos y connotaciones de cuatrocientos millones de hablantes; no debe porque la literatura conoce registros que no deben someterse a la soga de la normalización, la formalidad, y la corrección. De aquí que, lógicamente, existan desajustes en el uso. Por ejemplo en el consabido ámbito de los coloquialismos y los insultos.

Desde hace tiempo asistimos a una vindicación de las variedades americanas y una queja respecto al uso del español peninsular como única «variedad no marcada» (si es que tal cosa puede existir). Si por panhispanismo debemos entender el fin de la subordinación de los usos americanos a los usos de la vieja metrópoli, bienvenido sea. Pero en tal caso, la única solución lógica es una comunicación cultural más ecuánime entre ambos lados del océano que resulte, en un plazo razonable, en una aceptación generalizada de los usos lingüísticos ajenos. No es probable que las dinámicas del mercado editorial lo permitan: el desequilibrio entre las traducciones españolas que llegan a América y las traducciones americanas que llegan a España es evidente. (Curiosa segregación, teniendo en cuenta que la generación de mis padres se formó leyendo traducciones argentinas y mexicanas). Intuyo que si la contaminación fuera en ambas direcciones, los lectores americanos se sulfurarían menos al encontrar coloquialismos (a menudo inevitables) en ciertas novelas traducidas en Madrid o en Barcelona; al mismo tiempo, sería una cura de humildad para los traductores de la madre patria. Esta mutua contaminación no es sino un paso más hacia el inevitable mestizaje de la lengua del traductor que, a otros propósitos y desde distintos puntos de vista, otros han reclamado ya. Para quienes hemos aprendido a leer literatura con Borges y Cortázar, con García Márquez y con Rulfo, no creo que supusiera ningún atentado contra el decoro.

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