jueves, 4 de octubre de 2012

Sherlock Holmes y Herlock Sholmes

Patricia Willson también fue parte del número especial de Ñ. Lo hizo con el siguiente artículo, donde retoma sus trabajos previos sobre la famosa colección que sirvió de bisagra al siglo XIX y al XX.

La biblioteca de La Nación

La traducción, como práctica y como objeto teórico, está en auge. No en cuanto al reconocimiento de la tarea de un traductor individual, ni a sus honorarios y condiciones de trabajo, sino en cuanto a la proliferación de textos traducidos, de escuelas de traductores, de publicaciones sobre el tema, de investigaciones sobre la traducción y sus vínculos con la literatura comparada y la historia de las ideas, de seminarios y círculos de traductores, de congresos y coloquios para discutir estrategias, pedagogías, políticas. Aunque se lo atribuya a la idea o al voluntarismo de algunos, también es posible ensayar otras explicaciones para este auge. Por ejemplo, que las prácticas traductoras se hallan en el corazón del mundo globalizado. Sin embargo, esto es cierto sólo si se tiene en cuenta la traducción del y hacia el inglés, práctica que, junto con el recurso al inglés como lengua franca, es desbabelizante, pues provoca la pérdida de la diversidad lingüística, la erosión del conocimiento y, desde luego, la desventaja de los hablantes no nativos del inglés. En síntesis, se produce lo que Karen Bennett llamó certeramente un “epistemicidio a través de la traducción”, que no podría ser contrarrestado más que por una rebabelización del mundo, fomentada por la mayor cantidad de combinaciones posibles de pares de lenguas traductoras y traducidas. La traducción sería entonces un factor de resistencia frente a la amenaza de extinción que pesa sobre la mitad de las lenguas repertoriadas por la UNESCO, al propiciar el encuentro y la reciprocidad entre las variantes de lo local. Desde la conciencia de este auge quiero referirme a un hito de la historia de la traducción en la Argentina, a partir del contacto con uno de sus productos: el objeto libro.

Hace años, bajo un sol bochornoso de marzo, compré en uno de los puestos de libros usados de Parque Rivadavia Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes, de Mauricio Leblanc. El título me sorprendió; pensé primero en una errata mayúscula, imperdonable, pero no era posible, porque se repetía en la portadilla. Mi interés no se fijó tanto en el texto como en el libro: pequeño, de tapas duras color verde, con arabescos dorados, un número de volumen, el 337, y una fecha: 1908. Lo pagué una cifra, pequeña, que hasta pude regatear. Algunas semanas más tarde, en la fresca penumbra de una librería de viejo de la calle Talcahuano, volví a encontrar un objeto similar, las mismas tapas, pero de color azul, los mismos arabescos, el número de volumen, esta vez el 806, del año 1918, El pato silvestre, de Enrique Ibsen. Lo compré, aunque el precio me hizo dudar un instante. Dos libros, dos traducciones, dos piezas de un enorme rompecabezas que enseguida quise armar: una colección publicada a principios del siglo XX, tan ecléctica como para contener una parodia francesa de Sherlock Holmes y una pieza del teatro naturalista noruego, y tan exitosa como para tener ya publicados más de trescientos volúmenes hacia 1908 y llegar al ochocientos y tantos diez años después. De Caballito hasta el Centro, esos libros seguían circulando, pasando de bibliotecas particulares a libreros, y de ellos a otras bibliotecas particulares y a nuevos libreros...

Con el tiempo, gracias a la lectura de sendos textos de Nicolás Cócaro y Jorge Enrique Severino, y a la consulta de los archivos y la biblioteca del diario La Nación, pude reconstruir los datos externos de esta historia. En 1901, durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, el periódico La Nación de Buenos Aires adquiere linotipos, capaces de componer líneas enteras de caracteres al mismo tiempo. Los tipógrafos, que hasta ese momento se encargan de la composición manualmente, quedarán en la calle; para darles trabajo y evitar su desempleo, la dirección del matutino porteño crea una colección de libros. Este es el relato de corte filantrópico que el propio diario ofrece a sus lectores en un suelto del 4 de noviembre de 1901 como motivo para crear la colección, llamada “La Biblioteca de la Nación”. A lo largo de más de dieciocho años –entre noviembre de 1901 y enero de 1920, con frecuencia semanal–, el matutino edita la colección en dos presentaciones, rústica y tapa dura, “La Biblioteca de La Nación”. Dirigida en sus comienzos por Emilio Mitre, José María Drago y Roberto J. Payró, la colección constituye el primer proyecto editorial del país con tanta persistencia en el tiempo, persistencia en parte debida a sus precios accesibles (50 centavos la rústica y un peso la de tapa dura) y a un vasto sistema de suscripción en la capital del país, en el interior y el exterior. Los ochocientos setenta y dos títulos publicados configuran un programa de lectura variadísimo, en el que, si bien se incluyen algunos clásicos de la literatura occidental, como Cervantes, Shakespeare y Goethe, predomina la intención de “deleitar aprovechando”. Numerosos prólogos de editores y traductores explican los motivos de la inclusión de determinado texto, como una guía de lectura interpretativa para el lector. La colección es un potente modo de intervención cultural de un medio gráfico a principios de siglo XX, en consonancia con la ampliación del público lector, y de cuyo éxito da prueba el millón de libros vendidos al cabo de los primeros dos años. “La lectura al alcance de todos” es a la vez el lema divisa de la colección y el eslogan utilizado en los sueltos que aparecieron en el diario para anunciarla y publicitarla. Pero además, la colección marca un hecho capital en la historia de la traducción en la Argentina, pues más del ochenta por ciento de los títulos publicados son textos traducidos, provenientes de tradiciones europeas no hispanófonas, sobre todo la francesa decimonónica, aunque también hay un pequeño porcentaje de textos estadounidenses.

El autor estrella de la colección, el más asiduo en el catálogo, es el médico escocés Arthur Conan Doyle, con treinta y tres volúmenes; le sigue Bartolomé Mitré, con quince apariciones como autor y una como traductor, junto a su esposa Delfina. Sherlock Holmes, el más famoso personaje de Conan Doyle, tuvo en la colección aventuras, hazañas, triunfos y nuevos triunfos, y hasta una resurrección. “La Biblioteca” publicó además la parodia Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes, ajuste de cuentas francés contra el detective británico, en el que predomina una atmósfera transformista y canalla, parecida a la de las historias de los villanos Rocambole y Fantomas. También se publicaron textos de aventuras y policiales de Conan Doyle que no tuvieron a Holmes como detective, entre ellos, los famosos relatos La mancha de sangre (volumen 111) y La señal de los cuatro (volumen 119), antes publicados como folletín en el diario La Nación. EnLa Biblioteca” estuvieron representados los novelistas rusos del siglo diecinueve –Tolstoi, Dostoevsky, Turgueniev–, así como los realistas y naturalistas ingleses y franceses –Balzac, Maupassant, Flaubert, Goncourt, Dickens, Thackeray–. Sin embargo, el eclecticismo no llega a ocultar la preferencia por los folletines franceses más populares, especialmente por autores como Julio Sandeau, Octavio Feuillet y Pablo Feval.

Si Conan Doyle es el narrador estrella de “La Biblioteca”, de la fijación del catálogo integral surge la figura de un traductor estrella: Arturo Costa Álvarez, periodista y profesor platense, autor de la versión del Sabueso de los Baskerville (volumen 39) y de El misterio de Cloomber (volumen 403). Además de traducir a Conan Doyle, Costa Álvarez tradujo las tres novelas brasileñas publicadas en la colección: Inocencia, del Vizconde de Taunay (volumen 13), El mulato, de Aluizio Azevedo (volumen  145),  El guaraní, de José de Alencar (volúmenes 427 y 428), y varias ficciones populares, en especial francesas. En los prólogos con que solía acompañar sus traducciones, Costa Álvarez razonó sobre el valor literario del texto traducido y no perdió ocasión para justificar la preeminencia de la novela inglesa sobre lo que él llamó la “ficción latina”. En su concepción, la primera sería ideal para ejercitar el intelecto; la segunda, en cambio, fomentaría lo emocional, lo patético. Costa Álvarez también teorizó sobre la traducción. En 1922 publicó un libro misceláneo, Nuestra lengua, en el que proporcionó la primera tipología de traductores de que se disponga en Argentina: el traductor libre y el traductor de oído; el traductor adornista; el traductor maníaco; el traductor grafista; el traductor inepto y el mal traductor; y hasta imaginó la categoría de los enemigos naturales del traductor. En la introducción a Nuestra lengua, Costa Álvarez justifica la aparición del libro con la necesidad de dar sistematicidad a sus notas de traductor, y afirma algo que podríamos suscribir la mayoría de los traductores rioplatenses: “empecé a traducir sin saber que Sarmiento había declarado patriótica esa tarea”.

La “Biblioteca de La Nación” actúa como nexo entre dos siglos. Por una parte, vuelve a publicar textos ya editados en el siglo XIX. En cuanto a las traducciones, además de algunas realizadas en España, se trata de las que se hicieron para la “Biblioteca Popular de Buenos Aires”, fundada por Miguel Navarro Viola en 1878. A precios populares, e impresa en la Librería editora de Enrique Navarro Viola, “La Biblioteca Popular” tenía una frecuencia de publicación de un libro por mes, e incluía, en cada uno de esos volúmenes mensuales, cuentos, nouvelles, ensayos y poemas. En este programa de lectura a precios populares, que ha sido estudiado recientemente por Sergio Pastormerlo y Andrea Pagni, se dio amplio espacio a las traducciones; en sus páginas aparecieron en versión castellana obras de Charles Baudelaire, Théophile Gautier, Alejandro Dumas hijo, Edmundo de Amicis, Charles Dickens, Nathaniel Hawthorne y Edgar Allan Poe, por mencionar aquellos cuya fama sigue intacta en la actualidad.  Los traductores, casi siempre mencionados, eran el propio Miguel Navarro Viola, su hija Sara y su hijo Enrique, Carlos Aldao, Bartolomé Mitre y su esposa Delfina, Edelmiro Mayer, Alejandro Korn, entre otros.

Por otra parte, el catálogo de “La Biblioteca de La Nación” prefigura colecciones de literatura extranjera publicadas por editorial Tor hasta la década de 1950. Iniciado en 1916 por Juan Torrendel, Tor es uno de los proyectos editoriales sobre los que se refieren las más crudas estrategias de comercialización del libro. El catálogo de su “Biblioteca Las Obras Famosas” es un eco evidente del de “La Biblioteca de La Nación”. En las solapas de los libros, además de la promesa de ofrecer las traducciones más fieles, hay una recomendación: “Usted debe dedicar unas pocas horas a la lectura. Dar a su espíritu el esparcimiento que necesita, apartándolo momentáneamente de las preocupaciones profesionales, de los estudios y de los negocios.” Más de treinta años después, detrás de las tapas policromas de la editorial Tor y desprovistas del aparato explicativo de prólogos de editores y traductores, las traducciones de “La Biblioteca de La Naciónse resignifican: otros son los agentes editores y otros, también, los lectores, a los que se busca atraer con la promesa exclusiva del deleite.

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