miércoles, 14 de agosto de 2013

"A veces los intereses terrenales matizan la traducción"


El 3 de mayo de 2012, Tulio Elí Chinchilla, columnista del diario El espectador, de Colombia, y profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas (Universidad Pontificia Bolivariana), publicó la siguiente opinión.

Traducciones

Un desprevenido lector del Salmo 23 pasará por alto que uno de los versos de este poema de David ha sido traducido con tres significados bastante lejanos entre sí: el Señor... “repara mis fuerzas” (Biblia del Peregrino, por Luís Alonso Schökel); “recrea mi alma” (Nácar-Colunga); y “confortará mi alma” (Reina-Valera). Pero en la lengua original de tal texto (hebreo y caldeo-arameo), cada una de estas expresiones puede comportar una distinta visión de la trascendencia humana.

En el Padre Nuestro de la Misa actual pedimos perdonar “nuestras ofensas, como perdonamos a los que nos ofenden”; fórmula muy distinta a la del original griego (Mateo 6, 9-13) que decía: “perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, traducida inicialmente al latín como: et dimitte nobis débita nostra, sitcut et nos dimittímus debitóribus nostris, con su profundo mensaje de solidario desprendimiento económico.

No exagera Héctor Abad Faciolince cuando enaltece el arte de traducir como el más bello de los oficios (El Espectador, pasado 29 de abril). El traductor es un viajero que nos regala admirables tesoros, traídos de lejanas tierras o rescatados de profundos mares a los que jamás podríamos llegar. Pero encarna también una gran responsabilidad: el traductor nos vende tesoros creados por él mismo y nos hace adoradores de sus propios dioses. Es inevitable: nuestra fe está mediada por los traductores de textos sacros. Lutero partió la unidad ideológica de Europa con la traducción del Nuevo Testamento al idioma alemán y las guerras de religión fueron larvadas como guerras de traducciones.

El lector del Fausto en español jamás sabrá cuál de estas dos afirmaciones, radicalmente diversas, es la que realmente hace el bufón del Prólogo, si la de Aguilar: “de lo que ya está hecho, nada bueno puede sacarse; mas siempre agradece todo el mundo lo que está en vías de hacerse”; o la de Planeta: “con el hombre maduro no hay nada que hacer, pero el que está en gestación, siempre lo agradece”. En realidad hemos leído a dos autores inseparables: Goethe y su traductor. En el sublime verso de San Pablo (I Corintios 13), ¿qué será lo que hace de nuestra elocuencia algo más que simple retumbar de campana o reteñir de címbalo: la “caridad” (Nácar-Colunga) o el “amor” (Reina-Valera)?

A veces los intereses terrenales matizan la traducción. Así, la editorial Gedisa publicó Law’s Empire, de Ronald Dworkin, bajo el título vendedor de El imperio de la justicia (olvidando la distancia sideral entre ley y justicia). Pero, en ocasiones, tales mutaciones provienen de la intraducibilidad (ausencia de equivalentes) de ciertas expresiones foráneas. Traducir con el título La mujer justa, la novela de Márai, puede despistar al sugerir la idea de virtud ética, cuando, en realidad, tal obra alude a la “mujer apropiada” para alguien (así aparece en la versión castellana inicial, como expresión cercana a “la precisa”).

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