martes, 3 de septiembre de 2013

Discurso de Miguel Sáenz en su entrada en la RAE (II)

José Ortega y Gasset,
Segunda parte del discurso de entrada en la RAE de Miguel Sáenz

Servidumbre y grandezade la traducción (II)

He hablado de las malas traducciones. La verdad es que también las malas traducciones tienen importantes efectos culturales, dando origen a sectas heréticas, escuelas filosóficas, corrientes psicoanalíticas o errores y malentendidos culturales casi insalvables. Sin embargo, habría que determinar qué se entiende por mala traducción. Las traducciones españolas de los años cuarenta hechas por Guillermo López Hipkiss, por ejemplo, el traductor de los libros de Guillermo Brown, de Richmal Crompton (Crompton, 1939), quizá no resistieran hoy la crítica de ningún seminario universitario, pero parece claro que López Hipkiss fue un excelente mal traductor. Si se pregunta aún a narradores españoles que hoy rondan los sesenta cuáles han sido sus influencias más importantes, es muy posible que, después de rendir el obligado homenaje a Faulkner, Proust o Joyce, reconozcan paladinamente que López Hipkiss tuvo un gran influjo en su formación. Y es que Guillermo López Hipkiss, contra todo pronóstico, logró traducir y trasplantar al español el humor británico y acuñar un lenguaje castellano plenamente coherente y sumamente útil, aunque sin duda hoy olvidado. ¿Quién inventó, por ejemplo, exclamaciones como “¡repámpano!”, “¡recristo!” o, sobre todo, la inimitable “¡troncho!”?

Hora es ya, sin embargo, de explicar el título elegido para este discurso, que es el nada original de “Servidumbre y grandeza de la traducción”. Hay en él claras resonancias de la “Miseria y esplendor de la traducción” de José Ortega y Gasset, pero me gusta más el mío, porque la traducción es, en todas las acepciones de la palabra, una manera de servir y porque espero poder demostrar, antes de que mi discurso acabe, la certeza del conocido dicho, atribuido a José Saramago, de que, si los escritores hacen la literatura nacional, los traductores hacen la literatura universal. He preferido servidumbre y grandeza a otras expresiones más clásicas, como alabanza y menosprecio, elogio y vituperio, etc., porque no es mi intención apostrofar a la traducción ni caer en el ditirambo, sino hablar sencillamente de la actividad traductora tal como la he vivido y la vivo, y de los traductores que conozco y he conocido. “Servidumbre y grandeza”, no hace falta decirlo, se inspira en la Servitude et grandeur militaires de Alfred de Vigny (antes se decía “Alfredo de Vigny”), que en 1835 escribió unas tristes memorias, más de otros que suyas, bien traducidas en 1939, por Alfonso Nadal, con el acertado título “Servidumbre y grandeza de las armas”.

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En realidad, es difícil decir nada nuevo sobre la traducción. Se ha dicho de ella (sin distinguirla de la interpretación de lenguas) que es, con la prostitución, la profesión más antigua del mundo, aunque está peor pagada. E incluso ha habido quien ha afirmado que traducción y prostitución son una misma cosa, porque consisten en definitiva en hacer por dinero lo que se debiera hacer por amor.

No obstante, para acometer en serio el tema de la traducción habría que comenzar probablemente por la archicitada declaración de Jorge Luis Borges: “Ningún problema tan consustancial con las letras y su modesto misterio como el que propone una traducción” (Borges 1980: I, pág. 87). Y recordar acto seguido la prudente admonición de ese gran señor de la traducción que fue el mexicano Alfonso Reyes: “En punto a traducción es arriesgado hacer afirmaciones generales. Todo está en el balancín del gusto” (Reyes 1986: pág. 156). De todas formas es más fácil hablar mal de algo que bien y por eso, para empezar lanzando una andanada por debajo de la línea de flotación, nada mejor que invocar al terrible Thomas Bernhard, que en su obra de teatro El reformador del mundo hace decir al protagonista:

Los traductores desfiguran los originale
Lo traducido solo llega al mercado como algo desfigur
Es el diletantismo
y la suciedad del traductor
lo que hace una traducción tan repugnante
Lo traducido da siempre asco

                                        (Bernhard, 2001: pág. 30) (1)

(1) Die Übersetzer entstellen die Originale / Das Übersetzte kommt immer nur als Verunstaltung auf den Markt / Es ist der Dilettantismus / und der Schmutz des Übersetzers / der eine Übersetzung so widerwärtig macht / Das Übersetzte ist Übersetzers / der eine Übersetzung so widerwärtig macht / Das Übersetzte ist immer ekelerregend [...] (Bernhard 1983: págs. 903 y 904).

En sus Conversaciones con Krista Fleischmann Bernhard había anticipado ya su opinión: “Un libro traducido es como un cadáver mutilado por un coche hasta quedar irreconocible. Se puede buscar los pedazos pero ya no sirve de nada. La verdad es que los traductores son algo horrible. Pobre gente que no recibe nada por su traducción, los honorarios más bajos, algo que clama al cielo, como suele decirse, y ellos hacen un trabajo horrible, así que en cierto modo todo se equilibra. Cuando se hace algo que no vale nada no se debe recibir nada por ello” (Bernhard 1998: pág. 124).

Ortega y Gasset, en su Miseria y esplendor de la traducción, presenta un panorama algo menos desolador.

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José Ortega y Gasset publica en “La Nación” de Buenos Aires en 1937, en forma de una serie de artículos, su justamente famoso ensayo Miseria y esplendor de la traducción (Ortega y Gasset, 1956).

No obstante, preciso es reconocer que en él habla más de la miseria que del esplendor. Dice Ortega: “La traducción no es un doble del texto original; no es, no debe querer ser la obra misma con léxico distinto. Yo diría: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido. Convendría recalcar esto y afirmar que la traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y fidelidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra”. (Ortega y Gasset, 1956: págs. 76/77 y 78/79).

“En el orden intelectual –añade Ortega– no cabe faena más humilde. Sin embargo, resulta ser exorbitante”. Y no deja en buen lugar a los traductores: “Escribir bien implica cierto radical denuedo. Ahora bien: el traductor suele ser un personaje apocado. Por timidez ha escogido tal ocupación, la mínima” (págs. 12/13).

El guatemalteco Augusto Monterroso, aunque en esa misma línea, será luego mucho más generoso: “Desde que por primera vez traté de traducir algo me convencí de que si con alguien hay que ser paciente y comprensivo es con los traductores, seres por lo general más bien melancólicos y dubitativos” (Monterroso 1985: pág. 90). Incluso, por pura simpatía, Monterroso llega a hacer afirmaciones que sabe perfectamente que son falsas, como “... ni el más torpe traductor logrará estropear del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne”. La experiencia demuestra, sin embargo, que hay traductores capaces de estropear cualquier cosa.

Curiosamente, las ideas de Ortega sobre la traducción se acercan a las que luego expondrá Nabokov, del que hablaré más adelante. Dice uno de los personajes que aparecen en la última parte del texto de Ortega: “Imagino, pues, una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran copia de notas al pie de la página...” (Ortega y Gasset 1956: págs. 86/87).

Tal vez haya algo de justicia poética en el hecho de que al traducir al alemán un pasaje de Miseria y esplendor de la traducción (El pasaje es: “De ahí que cada pueblo cortase el volátil del mundo de modo diferente, hiciese una obra cisoria distinta, y por eso hay idiomas tan diversos con distinta gramática y distinto vocabulario o semantismo” (págs. 68/69), los traductores alemanes hayan tropezado siempre, al no entender que Ortega no se refería a lo fugitivo, lo volátil del mundo (“das Flüchtige der Welt”) sino que, sencillamente, estaba comparando el mundo con un pollo o un pavo y hablando de la forma de trincharlo de cada pueblo.

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continúa en la entrada de mañana

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