martes, 8 de julio de 2014

Del otro lado de la cordillera (2)

FOTO: Paulo Slachevsky

Luego de las palabras de apertura de Pola Iriarte, las actividades de "Diagnóstico, posibilidades y perspectivas de la traducción literaria en Chile" se abrieron con una charla de Magdalena Cámpora, que se transcribe parcialmente a continuación.




Notas para contestar 
una pregunta de Pola Iriarte:
¿Por qué necesitamos 
nuestras propias traducciones? 

¿Qué quiere decir tener una traducción propia? ¿Qué está hecha acá? ¿Qué tiene un léxico vernáculo? ¿Es nuestra la traducción (hablo como argentina) porque hay voseo? ¿Es nuestra la traducción (hablo como latinoamericana) porque no decimos vosotros? ¿Esto quiere decir que hay que defender a rajatabla las particularidades dialectales, que constituyen lo propio? En principio, habría que contestar que no. Creo incluso que unir el problema de lo propio con el de las particularidades dialectales es hacerle el juego a las imposiciones editoriales que nos vienen de España.

Para empezar, la identificación de la especificidad de la lengua con la pertenencia nacional es una problemática que es histórica, y que en realidad ya está superada: reenvía a las discusiones transatlánticas de las décadas del 20 y del 30 sobre el meridiano intelectual de Hispanoamérica, que los españoles querían naturalmente hacer pasar por Madrid, por motivos ideológicos y sobre todo económicos.

Lejos quedó el tiempo en que España podía considerar, como lo quería Guillermo De Torre, “al área intelectual americana como una prolongación del área española[i]” y en el que, tanto en América como en España, se sobreentendía que la lengua literaria no debía hacerse eco de las grandes diferencias dialectales orales. Lejos quedaron, también, las discusiones sobre el nombre del continente: Hispanoamérica, Latinoamérica, según se buscara defender la tradición ideológica de la llamada lengua común o, al contrario, se buscara abrir hacia otras tradiciones ya más genéricamente latinas que, en casos como el de la Argentina con Italia o Francia, iban casi de suyo.

Quiero decir: el tener traducciones que respeten las particularidades de nuestra habla ya nada tiene que ver con el gesto histórico de la emancipación colonial. Hay un consenso, de ambos lados del Atlántico, sobre la naturaleza pluricéntrica del español como lengua que no posee una norma y un uso únicos, sino dos o más, iguales en prestigio[ii].

A esto me contestarán que si ya no existe el problema de la legitimación de la variante dialectal que hablamos, sí persiste el problema de la distribución y de la aceptación de las variantes de traducción americanas en un mercado editorial amplio, cuyas pautas en muchos casos se rigen por las normas hispánicas: como todo traductor americano que haya trabajado para España sabe, la aceptación pasa por su adaptabilidad al oído peninsular.

[Un comentario al margen respecto de esto: a ningún editor español se le ocurriría pedirle a García Márquez que descolombianice sus textos, pero sí se lo pedirá a un traductor colombiano. En épocas pasadas, la práctica era de hecho directamente “fusilar” la traducción peinándola de cualquier marca gramatical, léxica o prosódica latinoamericana.

Si viviéramos en un mundo donde la traducción tuviera el mismo estatuto que el texto original como trabajo de creación, esa limpieza lingüística sería impensable. Es de hecho impensable esa limpieza cuando el traductor es un autor: ¿quién se atreve acaso en Francia a tocar las traducciones de Poe hechas por Baudelaire, o en la Argentina la traducciones que hizo Borges de Faulkner o de Virginia Woolf, o incluso hoy en día las que hace Aira? El problema no está en el texto final, sino en el nivel de legitimación de quién lo produce.]

Pero volviendo más pragmáticamente a los problemas de distribución, es un hecho que las traducciones demasiado localistas, si bien son interesantes desde un punto de vista traductológico, son poco vendibles. Pienso por ejemplo en una versión de Pantagruel que salió hace tres o cuatro años en Buenos Aires, por Dedalus Editores, en la que el faubourg Saint-Marceau se convierte en el arrabal Saint-Marceau, y los comentarios soeces de Panurgo son traducidos por juegos de palabras sacados del mundo escolar argentino, por ejemplo la repetición muy rápida de la expresión “lápiz japonés”.

Se calcula que la literatura argentina contemporánea tiene en la Argentina 20.000 lectores potenciales: ¿cuántos de ellos estarán dispuestos a apostar por una traducción tan localista de Rabelais? Si uno reduce lo propio a las particularidades lingüísticas, hay menos lectores. Y eso es un problema, porque las traducciones, que están el inicio de la cadena editorial, dependen de su último eslabón, que es la venta.

Es evidente que por nuestras propias condiciones (lectorado finalmente pequeño y cautivo) no podemos ser todo lo etnocéntricos que queremos.

Lo que me lleva a la pregunta inicial: ¿qué es entonces una traducción propia? Podría ser interesante considerarlo en dos niveles, uno individual y el otro colectivo.

Desde lo individual, pensar la traducción como la construcción de un entramado que contiene muchas y variadas cosas que constituyen lo propio:

-Primero, obvio, la bajada de línea editorial que pega sobre la versión propuesta y que siempre va a ser específica, circunstancial, y va a estar adscripta a un espacio propio (qué es lo que se pacta con la editorial respecto del nivel de localismo lingüístico)

-Segundo, el propio idiolecto del traductor, que por más invisible que sea no deja de ser quien elige las palabras y su disposición gramatical en la lengua de llegada. Todo traductor tiene mañas, giros, señas que surgen de su historia, de su saber y de sus circunstancias de producción; el traductor argentino Marcelo Cohen[iii] llega incluso a comparar la traducción con la identidad: ambos son, dice, siempre un “agregado”, y “muchos de sus componentes provienen de elecciones o adherencias azarosas”;

-Tercero, la historia de las traducciones anteriores de ese texto. Mariana Dimópulos –a quien quiero nombrar porque discutí muchas de estas ideas con ella– siempre marca cómo la traducción de textos filosóficos tiene que tomar en cuenta la historia y los circuitos de transmisión de los términos. También: hay títulos, hay incipits que tienen una historia que hay que considerar– La metamorfosis siendo el caso más célebre;

Por último –y quizás este último punto del entramado sea un poco vaporoso, pero quiero decirlo igual porque es fruto de mi propia experiencia como traductora– creo que la traducción es propia cuando se arma una relación conciente entre el texto original y la lengua a la que se lo traduce. Me parece (pero es del orden de la intuición) que existen afinidades electivas entre ciertos textos y ciertas variantes dialectales cuya presencia termina negociándose en el texto traducido. Doy muy brevemente un ejemplo personal, que viene de la experiencia de traducción con Rojo y Negro:

Creo que Le Rouge et le Noir está escrito en un francés que contiene a priori, de antemano, su propia traductibilidad al español rioplatense; es una obra que se halla en el español rioplatense, aunque sin caer por supuesto en dialectismos exagerados (ni che, ni voseo). Esto, por varias razones que identifiqué en la práctica de traducción, por ejemplo 1) un sistema de tiempos verbales que encastra bien con el que usa Stendhal: formas simples en vez de compuestas, perfectos simples connaturales al Río de la Plata en vez pretéritos perfectos compuestos peninsulares que recargan; futuros perifrásticos que refuerzan el coloquialismo stendhaliano; 2) también (es consecuencia de lo primero), un patrón rítmico y tonal, una prosodia, que hace que cierta oralidad de superficie del estilo de Stendhal se trasluzca en la entonación, en la dicción, en el débit rioplatense; 3) finalmente, el léxico argentino que se nutre de palabras extranjeras y que tiene un eco perfecto en el rol de los extranjerismos[iv] en la prosa de Stendhal: los críticos[v] hablan de babeylismo, haciendo un juego con el apellido real del escritor, Beyle. Hay en Stendhal una superposición de la morfología de las lenguas que es constante; ese fenómeno se da, como bien se sabe, en el español de Argentina, donde abundan calcos gramaticales y sintácticos, en particular del italiano.

Posibilidad de pensar esta intimidad entre ciertas variables dialectales y el estilo de un texto, o en cualquier caso –y eso quizá sea más interesante- intentar justificar formalmente esa intimidad.

Esto entonces en cuanto a lo propio como entramado individual, que no necesariamente remite al localismo extremo, a la problemática excluyente de las variantes dialectales.

La segunda perspectiva para pensar lo propio es desde lo colectivo, cuando lo propio surge de un conjunto de acciones entre los distintos actores del campo editorial, entre las cuales pueden contarse: el desarrollo de un campo editorial fuerte, con capital, que pueda comprar derechos; elegir títulos; pagar traducciones nuevas; pagar propuestas, informes, lecturas de scouting a los traductores, que son muchas veces los primeros en manejar lo nuevo; permitir en consecuencia una circulación verdadera de textos, ideas, libros, y con ellos de autores y lectores, desde las Ferias de Libros donde se da el encuentro lector-autor, hasta los peregrinajes privados de lectores.

En suma: constituir lo propio al poder armar nosotros mismos el catálogo de títulos que traducimos, editamos, comercializamos, leemos.


[i] Guillermo De Torre, “Madrid, Meridiano intelectual de Hispanoamérica”, 1927.
[ii] Tener en cuenta quand même que para el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), el 70% de los “errores” que se sancionan corresponde a usos americanos. Ver al respecto “Para una soberanía idiomática”.
[iii] “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua”, 2007 (reproducido en la entrada de este blog del 23 de abril de 2010).
[iv] Artículo 3, Privilèges : « Cent fois par an, il saura pour vingt-quatre heures la langue qu’il voudra ».
[v] Éric Bordas, « Le babeylisme scriptural de Stendhal, ou le style comme langue étrangère », 2011.

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