jueves, 6 de noviembre de 2014

Un ensayo de Juan Villoro (3)

Tercera y última parte del ensayo de Juan Villoro, publicado por el Periódico de Poesía.





Te doy mi palabra (3)
Un itinerario en la traducción

Das kommt mir Spanisch vor
Cada idioma escoge a otro para nombrar lo extraño. En español, lo incomprensible “está en chino”. Cuando recuperaba el conocimiento de la lengua alemana, me divirtió saber que ahí las cosas inextricables están “en español”: Das kommt mir Spanish vor. Otro aliciente para traducir.

En 1984, luego de una estancia de tres años en Berlín Oriental, comencé mi primera traducción formal: El retorno de Casanova, de Arthur Schnitzler. No tenía contrato con ninguna editorial. Pensaba proponer la novela una vez terminada, aprovechando que los derechos ya eran de dominio público.

Schnitzler representaba un buen inicio para el traslado literario. Su alemán es suficientemente rico para estimular y poner a prueba el idioma al que se traduce, y suficientemente directo y descriptivo para evitar excesivas ambigüedades.

Disfruté la trama en la que el seductor veneciano regresa a su ciudad natal y se enfrasca en una de sus últimas conquistas a la “vetusta” edad de 53 años. Para seducir a una joven, Giacomo Casanova suplanta a otra persona. En la oscuridad, ella lo confunde con su amado. El libertino se “traduce” en otro para lograr su fin.

Mientras me ocupaba de esta historia de mixtificación entendí que también el traductor busca convencer con voz ajena. La mayor lección que recibe un intérprete es la de descubrir las ignotas posibilidades de sí mismo. No se trata de un acto de despersonalización, sino de exploración interior gracias al dictado de otra voz. En ocasiones, necesitamos de un largo rodeo para descubrir un misterio íntimo. En este sentido, los viajes se asemejan a la traducción. Nos alejamos del entorno en busca de algo diferente, pero de pronto advertimos que lo más significativo está en el punto de partida. Fue la lección que Goethe recibió en Italia: “Este viaje no responde al deseo de formarme falsas ideas sobre mí mismo sino al de conocerme mejor”.

En El retorno de Casanova me convertí en espectro de un espectro (el libertino veneciano deseoso de ser tomado por otro), hasta que supe que también como traductor era un fantasma. Me enteré de que la UNAM acababa de publicar el mismo libro, traducido del italiano por el extraordinario Guillermo Fernández.

Me concentré en los relatos de Schnitzler e hice una antología en torno al tema del engaño amoroso. De nuevo el texto trataba de suplantaciones. Como traductor, debía ser fiel a una ronda de infidelidades.

Cuando la antología se publicó con el nombre de Engaños, en el Fondo de Cultura Económica, había hecho un doble aprendizaje. Conocía los estimulantes desafíos de la traducción y lo difícil que es vivir de eso. Cuesta trabajo pensar en otro trabajo en el que haya más disparidad entre los méritos que se requieren para ejercerlo y la remuneración que se recibe.

Mi siguiente traducción siguió en la órbita austríaca. En 1984, la ópera de Richard Strauss Ariadna en Naxos se estrenó en México y me pidieron que tradujera el libreto de Hugo von Hoffmansthal para ser publicado en el programa de mano.

La trama es una parábola sobre el disfraz. Un mecenas ha solicitado dos espectáculos, uno dramático y otro buffo. Se entera de que las obras duran demasiado y retrasarán los fuegos artificiales, que es lo que en verdad le importa. Para abreviar la función, ordena que las dos obras se fundan en una sola.

La historia de dos espectáculos que se despedazan para transformarse en uno ofrece una imagen extrema de los retos del traductor, obligado a respetar impulsos muchas veces contradictorios. Lo que él hubiera resuelto como comedia se presenta como tragedia, y viceversa.

Mi versión de Ariadna en Naxos circuló en las cinco o seis funciones de la ópera, y desapareció en la noche de los tiempos. 

En las vacilaciones y las fatigas de aquellos primeros esfuerzos en la traducción me servía de modelo heroico la trayectoria de Sergio Pitol. Durante un tiempo, él vivió exclusivamente de la traducción. Para lograrlo, residía a bordo de barcos cargueros que le alquilaban un camarote a precio de paquetería. Cuando atracaba en Barcelona, entregaba un manuscrito.

A partir de fines de los años sesenta y setenta del siglo pasado, casi todas las traducciones del idioma comenzaron a hacerse en España. México y Argentina perdieron el predominio ganado durante el franquismo. Esto llevó a que el traductor latinoamericano se conformara con obras de dominio público o buscara suerte en Europa.

Algún día se escribirá la saga de los peregrinos en busca de manuscritos traducibles. Pensemos, tan sólo, en la diáspora peruana y en los viajes necesarios para a que Ricardo Silva Santiesteban tradujera a Joyce, César Palma a Savinio, Juan del Solar a Dürrenmatt, Luis Loayza a Arthur Machen.

Mi modelo, Sergio Pitol, vivió en barcos como un personaje de Conrad y luego continuó su trabajo en las aguas no siempre plácidas de la diplomacia.

Es posible que me hubiera apartado de la traducción de no ser porque en 1986 recibí una invitación a hacer un curso de especialización en el Instituto Goethe de Munich. Pitol me propuso que hiciera escala en Barcelona para entrevistarme con Jorge Herralde, director de la editorial Anagrama. “Debes sorprenderlo con un título que no conozca, algo exquisito que esté en sintonía con su catálogo”, me recomendó. Por entonces, Herralde había publicado El rey de las Dos Sicilias, de Andrej Kunsiewics. Decidí proponerle Marte en Aries, de Alexander Lernet-Holenia, que había dejado algunas alegorías de rara belleza como En los acantilados de mármol y Marte en Aries).

Lernet-Holenia cumplía con el requisito de ser un autor raro, pero su prestigio era incierto. Cuando los poemas de La horda dorada fueron comparados con Rilke, el implacable Karl Kraus dijo que más bien era un “Puerilke” o un “Sterilke”.

El autor de El Estandarte puede ser visto como representante de lo que en alemán se llama Edelkitsch, una aristocratizante cursilería. Sin embargo, Marte en Aries merecía ingresar al catálogo de Anagrama.

En ocasiones, ofrecer un libro sirve para conseguir otro. Herralde escuchó con atención mi arenga sobre la enrarecida estética de Lernet-Holenia. Esto no lo convenció de contratar el libro, pero sí de que yo tradujera una obra ubicada en la Bucovina, la punta rumana del imperio austro-húngaro, Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori.

Recuerdo mi felicidad al salir de la oficina en el barrio de Sarrià, cargando esa novela como quien lleva un país. Una vez más mi contacto con el alemán se orientaba hacia Austria y sus alrededores. Por razones complejas y acaso esotéricas, la monarquía imperial y real de Francisco José ha cautivado a un importante sector de la cultura mexicana.

Maximiliano de Habsburgo dejó una ambivalente reputación en México. Llegó como un monarca impuesto, pero lo hizo con peculiar ingenuidad, convencido de que era querido y necesario. Fue una figura impositiva y trágica a la vez, un monarca títere, manipulado por conspiradores. No es casual que la novela mexicana más celebrada por la crítica en los últimos treinta años, Noticias del imperio, de Fernando del Paso, trate del emperador que se deslizó por el país como por un sueño ininteligible y murió como un hombre cordial y educado, dando propina a sus verdugos.

México pudo haber sido un imperio más o menos austríaco. Por otra parte, la larga dominación de Francisco José, dilatado ejercicio del poder en el que nada parecía cambiar, donde convivían comunidades muy diversas y en pugna que dependían de una inexpugnable burocracia parecía una metáfora de otro país presidido por el águila, el México del PRI.

Cuando José María Pérez Gay publicó El imperio perdido, reunión de ensayos sobre escritores austríacos, la critica celebró la estupenda reconstrucción de esa cultura. Lo extraño fue que un libro de tema bastante especializado se convirtiera en best-seller instantáneo. El título mismo tenía un aire nostálgico. Sólo perdemos aquello que nos pertenece. ¿En qué medida teníamos que ver con Robert Musil y Hermann Broch? Más allá de la importancia de esos autores, admirados pero poco leídos en México, el libro interesó porque ponía en juego un campo de fuerzas que nos resultaba vagamente familiar. La Austria de principios del siglo XX fue un vivero del carnaval y la decadencia bajo un gobierno autoritario que permitía la discriminación racial, sexual y política. En 1986, la exposición sobre la cultura austríaca en el Centro Georges Pompidou de París llevó un título que podría aplicarse a la cultura mexicana: “El apocalipsis gozoso”. Las rondas de aniquilación y creatividad que marcaron la Viena de principios del siglo XX ofrecen paralelismos con la cultura mexicana. ¿Hay mejor descripción del D. F. que la de Karl Kraus para Viena: “El laboratorio del fin de los tiempos”?

Durante décadas, nada parecía cambiar en la Austria de las dos águilas y todo cambiaba por debajo del agua. Esta tensión, perfectamente captada por Pérez Gay, convirtió su libro en un espejo distante de nuestra convulsa tradición.

Memorias de un antisemita fue escrita por un apátrida exiliado en Italia. Si Gregor von Rezzori no se hubiera movido de su natal Bucovina, el siglo XX le habría deparado tres nacionalidades: austro-húngaro, soviético y rumano.

Un tema obsesivo de la cultura mexicana ha sido la búsqueda de la identidad. De La querella de México (1915) de Martín Luis Guzmán a El difícil oficio de ser mexicano (2010) de Heriberto Yépez, pasando por El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz  y La jaula de la melancolía (1987) de Roger Bartra, la inteligencia mexicana ha explorado la indecisa forma que tenemos de aceptarnos a nosotros mismos. La cultura austro-húngara también sucumbió al vértigo de la identidad. Musil solía decir que un austriaco era alguien a quien se le había restado un húngaro.

Memorias de un antisemita es la reconstrucción de un país que ya sólo existe en la memoria. Educado para odiar a los judíos, el narrador se vincula de múltiples modos con ellos. La novela celebra a contrapelo a quienes han sido designados como enemigos.

En su evocación memoriosa, Rezzori asume una cadencia proustiana; busca el detalle significante y convierte el recuerdo en un ejercicio de precisión sensorial.

El diapasón lingüístico de esta tentativa es mucho más amplio que el de Schnitzler. Sin llegar a la exuberancia de Thomas Mann, Rezzori otorga especial importancia a la minuciosa y adjetivada creación de atmósferas. En su estética, la trama y la reflexión importan menos que la temperatura del aire, la gestualidad de las personas, la inclinación de los rayos del sol.

Durante seis meses viví inmerso en el libro. El mayor reto fue narrar en mi lengua situaciones del todo ajenas a mi experiencia, como las batidas de caza y las descripciones agrícolas.

Rezzori mira de cerca los objetos. Como autor de ficción soy impaciente y rehúyo las cadencias morosas. Por eso mismo, agradezco la obligación a la que me sometió Memorias de un antisemita. Ofrezco un ejemplo sobre la voracidad de un personaje. En un texto mío habría sido incapaz de explorar tan a fondo ese momento al que sólo pude llegar con la voz vicaria del traductor: “Durante las comidas, Stiassny se sentaba en un extremo de la mesa, por lo general a mi lado o cerca de mí. Comía con una fruición que se volvió proverbial en casa de los tíos. ‘Traga como Stiassny’ se decía, por ejemplo, de un caballo que había dejado de comer por estar enfermo y ya empezaba a recuperarse. Por más que su apetito me chocara, no podía dejar de mirar a Stiassny de reojo. Veía ese perfil noble, de rasgos hermosos, sensible, mimado, que tragaba como un animal. En ocasiones comía compulsivamente; en forma casi maquinal, daba cuenta de toda clase de platos, en cantidades insospechadas. Esto me deparaba un oscuro placer, semejante al de los cuadros manieristas donde la belleza aparece junto a su oscuro revés. Stiassny era demasiado sensible para no advertir mis miradas furtivas. Con implacable constancia me sorprendía cuando menos lo esperaba; entonces se volvía hacia a mí y me ofrecía, por así decirlo, su repulsión en face: posaba para mí con una sonrisa de perverso entendimiento, como si supiera que éramos cómplices del mismo vicio”.

Es interesante la forma en que alguien que jamás escribiría por decisión propia con demorado deleite y giros tentativos como “por así decirlo”, expanda su lengua a través de una obsesión estilística ajena.

A propósito de sus muchas traducciones, José Aníbal Campos comenta que la más insoportablemente difícil fue la teología del Papa Joseph Ratzinger y la más disfrutablemente difícil, Edipo en Stalingrado, de Gregor von Rezzori. Comparto su sensación de placer y esfuerzo.

Después de dedicarme a la detallada resurrección de la Bucovina de entreguerras, mi siguiente proyecto se orientó al otro extremo: el misterio de la brevedad.

Alejandro Rossi escribía una columna mensual en Vuelta. Formado como filósofo, ofrecía textos misceláneos donde la reflexión se mezclaba con situaciones narrativas. En una ocasión no encontró tema y decidió desaparecer bajo el disfraz de otro: tradujo del italiano un puñado de aforismos de Georg Christoph Lichtenberg. Fue un descubrimiento cardinal para mí. Busqué más cosas del autor. Hallé algunos aforismos en la Antología del humor negro preparada por André Breton y una brevísima selección de sus textos publicada en Argentina por Ediciones Brújula, posiblemente traducida del francés.

La reputación de Lichtenberg era enorme. Freud, Nietzsche y Goethe lo citaban. En nuestra lengua, Guillermo Cabrera Infante había parodiado el “mehr Licht” (“más luz”) de Goethe con un título celebratorio del profesor de Gotinga: “Mehr Licthtenberg!”.

Durante dos años (1987-89) me dediqué a buscar ediciones de y sobre Lichtenberg. La tarea no era fácil en tiempos anteriores a Internet y sin acceso a buenas bibliotecas alemanas.

Lichtenberg representa una de las más fecundas vertientes de la Ilustración. Su sentido crítico incluye la tolerancia de las debilidades ajenas. La ironía, el ingenio, la curiosidad irrestricta, la independencia de pensamiento y la versatilidad de estilo hicieron que se convirtiera para mí en un modelo de escritura.

Aunque publicó tratados científicos y textos de divulgación sobre variadísimos asuntos, sus páginas más significativas tuvieron carácter privado. Al final del día anotaba ideas en sus Sudelbücher, “libros de saldos” de los haberes y deberes de su mente. El hecho de que se tratara de apuntes privados, sin otro destinatario que él mismo, hizo que quedaran sin corregir. Cuando un paisaje le parecía abstruso se limitaba a agregar: “Yo me entiendo”. A veces a una palabra le falta una letra y puede significar dos cosas diferentes.

En este caso, traducir significaba conjeturar un sentido que no acaba de cristalizar en la frase. Mi edición de los Aforismos apareció en 1989, tres años antes de que Wolfgang Promies publicara en la editorial Hanser la edición definitiva de las Obras Completas de Lichtenberg. Pocos meses después de mi versión apareció la de Juan del Solar, excelente traductor peruano afincado en Sitges. Es interesante cotejar ambos traslados. Del Solar es un traductor más próximo al original; yo procuro aumentar las libertades del texto de llegada (espero que sin alterar el sentido). Su ordenación es cronológica, lo cual enfatiza su sobriedad; la mía es temática, lo que refuerza mi lectura personal.

Lichtenberg reparó en la paradoja de que las traducciones literales casi siempre son malas. A fuerza de acercarse a un texto ajeno, se pierde el ritmo y la naturaleza del propio idioma. Uno de sus más célebres aforismos repara en la subjetividad inevitable que cada lector agrega al texto: “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él, no puede ver reflejado a un apóstol”.

La frase anticipaba mi siguiente escala en la traducción, que iba a depender más de las alusiones que del sentido evidente del texto. El director de teatro Ludwik Margules me propuso enfrentar a Heiner Müller. Durante mis tres años en Berlín Oriental vi muchas de sus obras. Admiraba la fuerza deliberadamente oculta de su lenguaje. Müller fue un maestro de la la sugerencia. Como los demás autores de la RDA, debía sortear la censura y procuraba que lo más significativo ocurriera entre líneas.

Cuarteto, la pieza que traduje, se basa en Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos. Müller combina la obscenidad y el oprobio de los cuarteles y las tabernas del siglo XX con la retórica de la Ilustración. Es resultado es una enrarecida poética. La literatura en lengua española del siglo XVIII no es tan potente como la alemana. Carecemos, como señalaba Octavio Paz, de una Ilustración literaria. Nuestro XVIII no tuvo tantas luces. Para crear un efecto equivalente al de Müller acudí a giros de nuestra más conocida edad clásica, el Siglo de Oro. Reproduzco un pasaje donde la Condesa de Merteuil se dirige en forma imaginaria a su pupila Madame Tourvel como lo haría Valmont, amante de ambas: “¡En qué suciedad he medrado! ¡Qué arte del disimulo! ¡Qué depravación! ¡Pecados como escarlatina! La sola vista de una mujer hermosa, y ni siquiera una mujer, ¡el trasero de una criada bastaba para transformarme en animal de presa! Un precipicio, madame. ¿Desea echar un vistazo, o mejor dicho, desea usted bajar la vista desde la cima de su virtud? Veo que se ruboriza. ¡Cómo sube el rojo a sus mejillas amada mía! Qué bien le sienta. ¿De dónde toma su fantasía los colores para pintar mis vicios? ¿Acaso del sacramento del matrimonio, con el que creía acorazarse contra la mundana violencia de la seducción? […] Su rubor me permite al menos suponer que tiene sangre en las venas. ¡Sangre! El triste destino de no ser el primero. No me haga pensar en ello. Aunque se abriera las venas por mí, toda esa sangre no podría compensar su boda: alguien se anticipó para siempre. El momento irrecuperable. La mortal singularidad del parpadeo. Etcétera.”

El trabajo con Margules en Cuarteto me hizo volver a Schnitzler y su idea de la voz hablada. Me interesaba como dramaturgo (una de mis ilusiones canceladas fue la traducción de La cacatúa verde, singular expresión del teatro dentro del teatro), pero sobre todo, me deslumbraba el monólogo donde se anticipó a Joyce en la técnica del stream of consciousness: El teniente Gustl.

Es conocida la frase en la que Freud declara que nunca visitó a Schnitzler porque temía conocer a su doble. En su opinión, el escritor revelaba en forma intuitiva los secretos del inconsciente. La novela breve El teniente Gustl, escrita en 1900, transmite los pensamientos inconexos de un oficial del ejército austro-húngaro que pasa la noche en vela, obsesionado porque se comportó con cobardía. El logro maestro de Schnitzler consiste en hacer que el lector entienda lo contrario a lo que dice el personaje. Al tratar de justificarse, Gustl se incrimina.

Para traducir el mecanismo de asociación libre de ideas se requiere de un idioma espontáneo. Ante un desafío así, el reflejo instintivo del traductor es el de usar coloquialismos para sonar natural. Esto ha dado lugar a peculiares versiones de la obra. El español Miguel Ángel Vega hizo una muy correcta de El teniente Gustl y aportó valiosas notas aclaratorias, pero cedió a localismos que expulsan al lector de otro país hispanohablante. Un tipo fornido es descrito como “un cachas” y la frase “Bokorny sigue en Sambor y tal vez se quede otros diez años ahí, cada vez más viejo y canoso” se españoliza de la siguiente manera: “El Bokorny está todavía en Sambor y puede chuparse diez años hasta hacerse viejo”. Sólo en España los años se chupan.

Uno de los mayores logros de la Academia Mexicana de la Lengua fue el de introducir en el diccionario la palabra “españolismo”. Los usos asentados en España no necesariamente son correctos.

Toda versión tiene algo impuro. Sin embargo, es posible aspirar a un tono común, a la conjetura de una lengua “neutra”. El reto se complica cuando el texto en cuestión pone en juego un lenguaje improvisado, roto, inconexo y coloquial, que sigue el desordenado fluir de la conciencia. Es el caso de El teniente Gustl, monólogo que reclama el reto “laborioso” de la naturalidad, como diría Marietta Gargantagli.

En vez de aportar otra versión regional del texto, me propuse crear una ilusión de espontaneidad que pudiera ser compartida por cualquier hispanohablante. La voz narrativa debía circular con inmediata sencillez y al mismo tiempo conservar la expresividad de lo que es tentativo y no ha sido repensado: “Si llegaras a cumplir cien años y recordaras que alguien partió tu sable y te llamó ‘imbécil’ y te quedaste ahí, sin poder hacer nada… No, no hay nada qué reflexionar… a lo hecho, pecho… también lo de mamá y Klara es una tontería… ya lo superarán, todo se supera… ¡Cómo lloró mamá cuando murió su hermano y a las cuatro semanas ya no pensaba en eso!... Solía ir al cementerio… primero cada semana, luego cada mes… y ahora sólo va en el aniversario de su muerte… Mañana es el día de mi muerte… Cinco de abril”.

Una creciente pasión por la dramaturgia, es decir, por la voz hablada y las apariencias de naturalidad que puede adoptar, me llevó a aceptar en 2009 una encomienda desmesurada: traducir y adaptar Egmont, de Goethe, para la Compañía Nacional de Teatro.

El estreno de la obra en 2010, a doscientos años de nuestra Independencia, mostraba la pertinencia contemporánea del pasado. Egmont, noble holandés que lucha por la autodeterminación y la coexistencia de distintas religiones, es perseguido y ultimado por las tropas de Felipe II. La actualidad de la trama se volvió aún más curiosa porque los países que disputan en escena, Holanda y España, llegaron a la final de la Copa del Mundo en Sudáfrica.

El arte no prospera sin atrevimientos. Uno, no necesariamente perdonable, es el de retocar a Goethe. Para hacerlo, contaba con un aliciente decisivo: Egmont es una obra fallida. Goethe lo entendió así y buscó auxilio en la música de Beethoven. La asociación de titanes no llegó a buen término. Tranquiliza adentrarse en un proyecto en el que fracasaron predecesores tan ilustres. Egmont sólo tuvo fortuna en la versión de Schiller, propiciada por el propio Goethe.

La reescritura de material ajeno seducía a Goethe. En algún momento pensó en reescribir el Dux de Venecia, de Lord Byron, que le parecía una obra extraordinaria, pero demasiado extensa, prolija, falta de efecto dramático. Lo mismo puede decirse de Egmont, cuyo montaje íntegro dura cinco horas. Goethe no pensaba alterar los parlamentos de Byron ni suprimir escenas o personajes decisivos, sino resumir la obra con su propia lógica, condensando su efecto. Seguí ese principio en mi versión, a diferencia de lo que hizo Schiller, quien elimina personajes decisivos, como la Regenta, protagonista del conflicto.

Goethe comenzó a trabajó de manera intermitente en Egmont de 1774 a 1788. En esos catorce años perdió la fibra dramática e infló la retórica. Dejó pasajes memorables para ser leídos pero difíciles de escenificar. Desde su fallido estreno, Egmont surgió como una obra destinada a ser intervenida.

En la pieza campea un espíritu de rebelión. Goethe no admiró la revolución francesa. El baño de sangre al que llevó el Comité de Salud Pública le produjo horror. No aceptaba la violencia, pero creía en la autodeterminación del pueblo. En sus conversaciones con Eckermann señala que si los monarcas fueran justos no habría revueltas y precisa que todo levantamiento obedece a la injusticia de un soberano. No se entusiasma con la insurgencia, pero la acepta –o, más precisamente, la reconoce- como una necesidad del pueblo para liberarse de la opresión.

Pero no siempre los rebeldes son leales con sus líderes. Cuando es apresado, Egmont cae en la incertidumbre; no puede dormir; se sabe perdido y, pese a todo, no depone su rebeldía. Su arenga es un momento superior de la prosa alemana. Más de medio siglo después de haber aprendido Hänschen klein, transcribo esta escena, final anhelado de mi travesía. Un preso duerme en una celda. Johan Wolfgang von Goethe, le otorga libertad bajo palabra:

Sueño, leal y viejo amigo, ¿también tú me abandonas? ¡Con qué gusto descendías sobre mi mente despejada!... En medio de las armas y en la marea de la vida me entregué a ti tranquilamente… Cuando la tormenta agitaba el follaje, soplando entre las ramas y las hojas, mi corazón permanecía intacto en su interior profundo. ¿Qué te inquieta ahora? ¿Qué turba la firmeza y la lealtad de tu sentido? Lo sé: es el ruido del hacha letal que ya se encaja en las raíces. Todavía sigo en pie, pero un escalofrío me atraviesa. Sí, triunfa la traición, va minando el tronco alto y recio. Antes de que la corteza se seque, la copa se desgajará con terrible estruendo. Tú, sueño leal, que tantas veces libraste a mi cabeza de preocupaciones poderosas como si fueran simples pompas de jabón, ¿por qué no consigues ahuyentar ese presentimiento que de mil maneras me trabaja? ¿Desde cuando le temes a la muerte? Enfrentabas sus variadas formas con la misma relajación con que enfrentas los variados espectáculos de la Tierra… Pero no estás ante el veloz enemigo que se enfrenta a pecho descubierto: la cárcel es una imagen anticipada del sepulcro, tan repugnante para el héroe como para el cobarde… No eres más que una imagen, el sueño recordado de la dicha que fue mía por tanto tiempo. ¿Adónde te ha llevado el traidor destino? ¿Se niega a concederte la muerte instantánea que jamás temiste, cuando podías enfrentarla bajo el sol, y te ofrece el sabor anticipado de la tumba en el repugnante lodo del presidio? ¡Con qué asco percibo su aliento en estas piedras! La vida se adormece en este lecho como el pie en la sepultura. ¡Oh, zozobra!: comienzas el asesinato antes de tiempo. ¡Déjame! ¿Desde cuando Egmont está solo, completamente solo? La dicha que nunca pudo desarmarte, es vencida por la duda. La justicia del Rey, en quien confiaste toda la vida, la amistad de la Regenta que –ahora puedes confesarlo- casi parecía amor, ¿han desaparecido de repente como brillantes meteoros de la noche para dejarte solo en una senda oscura?... ¡Oh, muros que me apresan, no impidan que lleguen hasta mí los impulsos de tantos espíritus bien intencionados! El valor que una vez salió de mis ojos hacia ellos regresará desde su corazón al mío. ¡Sí, se movilizan por millares! Vienen a ponerse de mi lado. Su piadosa súplica sube al cielo en busca de un milagro. Si una ángel no desciende para ponerme a salvo, empuñarán lanzas y espadas. Por sus manos las puertas saltan en pedazos, las cadenas revientan, los muros se derrumban y la libertad del nuevo día saluda alegremente a Egmont. ¡Cuántos rostros conocidos vienen gozos a mi encuentro! Ay, Clara, si fueras hombre seguramente llegarías aquí antes que nadie y tendría que agradecerte lo que es difícil agradecer a un Rey: la libertad.

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