jueves, 19 de marzo de 2015

De un libro a otro

El 16 de marzo pasado, el traductor cubano José Aníbal Campos publicó la siguiente reflexión en El Trujamán.

De la precariedad de un oficio

¿En qué otra profesión artesanal se ve uno tan a menudo obligado a pactar con su mala conciencia cuando dice: «He acabado este trabajo»? No se me ocurre ninguna. «Cerrar» una traducción, acabarla, es un acto tan inevitable, necesario y fatal (notwendig) como temerario y, casi podría decirse, mendaz. Una puerta que se cierra de golpe y que, con el cajón de aire que genera, abre de pronto la ventana situada en el otro extremo, advirtiéndonos que hay espacios que no admiten encierros definitivos, mucho menos el reservado a las palabras.

Por un lado el traductor, al «cerrar» un nuevo libro con un suspiro de alivio, sabe que si pudiera contar con un plazo más cambiaría aún algunas cosas. Está seguro al menos, si se trata de un libro complejo, de que ciertos pasajes merecerían muchas más horas de reflexión o de búsqueda. Por otro lado, ese «cierre» implica a la vez, aparte del alivio temporal, el levantamiento de un dique, la liberación de las líquidas masas de palabras que irán ahora a inundar las mentes de decenas, centenares o miles de lectores, cada uno con una visión distinta del libro, en una nueva fase de filtrado que, como sabemos, nunca se detiene.

Es como el émbolo de una jeringuilla. El pulgar oprime el pistón e inocula el último resto de líquido, pero esas aguas cobran vida propia en el cuerpo en el que han sido inoculadas, se expanden, se funden con otros fluidos, pasan de un cuerpo a otro, crean viscosidades, transparencias, iridiscencias, nuevos colores, dan lugar a reacciones visibles, a espasmos, a risas, a vómitos o, simplemente, dilatan las pupilas y propician el asombro. O el tedio. O el disgusto. En fin, que inoculan nuevos estados, nuevas variables.

Un carpintero trabaja con notoria ventaja. Acude a la casa del cliente, mide las paredes donde quienes lo contratan desean colocar un mueble, escucha las expectativas de la esposa, los anhelos de sus hijos o las manías del marido, que quiere un rinconcito en el mueble donde colocar las llaves cuando llega del trabajo.

Un carpintero es un intermediario entre unos trozos de madera y unos anhelos casi siempre bastante concretos. Un traductor es una entidad (también anhelante) que ha de despojarse de sus propios deseos para mediar entre anhelos muchas veces divergentes y vagos. Y sin derecho a visitas para encuestar a los potenciales clientes. ¡Por suerte!

Pero, en fin, el libro ha sido «acabado». Y llega entonces el momento cumbre, el instante en el que la precariedad del oficio se vuelve más tangible, concreta, numérica: ha llegado el momento de cuantificar las palabras, las líneas, los caracteres y convertirlos en una factura. Y es en ese instante cuando el traductor, casi un filósofo en pijama, comprende, con vértigo, el abismo del tiempo. Y para no despeñarse en el agujero negro que se abre ante él, da unos pasitos hasta su escritorio, titubea una o dos veces y termina aferrándose a las páginas de un nuevo encargo: el libro siguiente.


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