martes, 13 de diciembre de 2016

Versión mexicana de Dublineses, de James Joyce, ilustrada por un mexicano a quien todas las reseñas festejaron y traducida por una española a la que todas las reseñas ignoraron olímpicamente

Nuestros amigos mexicanos tienen una larga tarea por delante: domesticar a los críticos y periodistas venidos a sabios para que no se salteen de sus reseñas el nombre de los traductores. En agosto de este año, se presentó en México una nueva versión de Dublineses, de James Joyce, cuya traducción corresponde a la española Marina Mena Guardabrazo. Este dato tan simple, que puede chequearse recurriendo a los muchos sitios de Internet donde figura la traductora, no consta en ninguna de las muchas reseñas que cubrieron la noticia (por caso, consultamos los periódicos  Excelsior, Reforma, El Sur y los sitios Mugs Noticias, 20 Minutos y Enfoque, y ahí no había nada). Sin embargo, todos los noteros se llenaron la boca hablando de la magnífica edición ilustrada de la editorial Mirlo, con dibujos de Luis Argudín, como si el libro existiera por generación espontánea. Sólo Nexos, del 1 de octubre pasado, reproduce la siguiente nota firmada por Alejandro Toledo –a la sazón, presentador del volumen–, quien se muestra mucho más sensible al trabajo de la traductora que todo el resto de los reseñadores. Resta saber por qué considera que la traducción de una española es mexicana.

Los nuevos Dublineses

En un tomo bellamente impreso, el sello Mirlo presenta una nueva traducción de Dublineses (1914) de James Joyce (1882-1941), libro de cuentos que en 2014 celebró su centenario. Se trata, en efecto, de una nueva versión al español a cargo de Marina Mena Guardabrazo, y en el volumen un artista visual, Luis Argudín, propone variados asomos plásticos a ese ramo de epifanías del autor irlandés. La traducción, pues, es doble: textual y visual.

Es la segunda vez que se traduce Dublineses al español mexicano. La primera ocurrió hace un par de años, cuando la UNAM editó una versión colegiada debida al Seminario Permanente de Traducción Literaria de la Facultad de Filosofía y Letras (entre cuyos integrantes están Flora Botton-Burlá, Marina Fe, Argentina Rodríguez y Federico Patán, prologada por Hernán Lara Zavala), y que tiene el número 104 de la colección Nuestros Clásicos. Antes leímos estos relatos, según el repaso de Rafael Vargas, traducidos por el español Ignacio Abelló (1942), el peruano Luis Alberto Sánchez (1945), el argentino Óscar Muslera (1961), el cubano Guillermo Cabrera Infante (1972) y el español Eduardo Chamorro (1993). El libro se ha titulado en nuestra lengua Dublineses o Gente de Dublín.

La historia de Joyce y sus traductores mexicanos no es muy larga. Se recuerda que en los años sesenta del siglo pasado dos conocidos joyceanos, Salvador Elizondo y Fernando del Paso, se reunieron con el propósito de traducir Finnegans Wake… pero Elizondo, que estudió de niño en el Colegio Elsinore de California, y por lo tanto dominaba el inglés, se percató que Del Paso, alumno de escuelas oficiales mexicanas, apenas si masticaba la lengua de Shakespeare, y su conocimiento de la obra de Joyce era a partir de traducciones. Había leído el Ulises, por ejemplo, en la versión argentina de J. Salas Subirat. Eso no importó para que Del Paso escribiera una gran novela de influencia joyceana: José Trigo (1966), aparecida hace exactamente medio siglo. Más tarde, al vivir en Londres y París, Del Paso pudo hablar y leer fluidamente tanto el inglés como el francés. Pero entonces, en los años sesenta, Elizondo siguió solo en la empresa y tradujo, con numerosas notas, la primera página de Finnegans Wake, que mostró primero en la revista S.nob y luego incluyó en Teoría del infierno y otros ensayos (1992).

Un joven escritor, J. D. Victoria, avecindado en Cuernavaca, intenta sacar adelante su traducción del Finnegans Wake, profusamente anotada, y ofrecerá pronto, como anticipo, el primer capítulo… mientras en Argentina, el mismo que tradujo Ulises en 2015 para la editorial independiente El Cuenco de Plata, Marcelo Zabaloy, lanzó en junio de este año la primera traducción íntegra del Finnegans Wake al español, que acaso está por arribar a estas tierras.

Dublineses empieza su camino en el español mexicano hasta el siglo XXI. En estos días postolímpicos se entenderá el recorrido narrativo de Joyce si insistimos en un símil deportivo: el irlandés procede como los clavadistas, al proponer primero su clavado más sencillo (como fue Dublineses), aumentar poco a poco el grado de dificultad (las novelas Retrato del artista adolescente y Ulises) y cerrar con una pirueta imposible, de estilo inverso, que empieza en la piscina y termina en la plataforma de diez metros (Finnegans Wake).

Dublineses representa ese primer clavado. De sencillez aparente, puede ser visto, además, como la maqueta de la obra futura. Por un lado, los personajes de los cuentos serán integrados al paisaje del Ulises, los veremos deambular por la ciudad ese 16 de junio de 1904. Por otro, el relato final, “Los muertos”, con sus monólogos finales (el recuerdo de Gretta Conroy que se desata esa noche a partir de una melodía, las reflexiones de su marido al darse cuenta del pequeño espacio que ocupa en el corazón de su esposa), anticipa los desenlaces respectivos del Ulises y, principalmente, el monólogo de Molly Bloom.

En Dublineses opera, además, un curioso efecto de boomerang. El impulso inicial de Joyce fue mostrar esa parálisis que parecía aquejar a su ciudad y de la que escapa justo en 1904. En la denuncia se incluye a la familia: el borrachín Farrington de “Duplicados” tiene como modelo al padre de Joyce; el James Duffy de “Un caso trágico” está basado en su rígido hermano Stanislaus… El libro sufrió la censura, se imprimió y destruyó una vez. Joyce siguió escribiendo y agregó, entre otros, el último cuento, “Los muertos”, en el que los modelos ya no son externos: se trata de James Joyce y Nora Barnacle, su mujer.

Es decir: la denuncia de los otros se transforma en un espejo. Joyce se descubre como parte del paisaje. La denuncia de aquellos, los dublineses, termina siendo una suerte de “yo acuso” a él mismo, o al menos un campo en el que se observa actuar.

Al hablar de “El perseguidor” Julio Cortázar aceptaba que se le llamara su “Rayuelita”, porque ahí había puesto en operación, por primera vez, procedimientos que desarrollaría en Rayuela. El relato “Los muertos”, me parece, puede ser considerado un pre-Ulises: es ya la narración de lo que sucede durante unas horas, en la celebración de la fiesta de la epifanía, a ciertos personajes en Dublín. Están ahí expuestos, en esa cena, los diferentes tipos dublineses que circulan por la ciudad, desde la activista gaélica hasta el que se siente británico (y cree en Inglaterra como la salvación de Irlanda), o los típicos borrachines patéticos y ocurrentes. En esa concentración (captada de modo insuperable por John Huston en la cinta The Dead) se asoma ya la esencia del Ulises.

Hay quien pretende empezar a leer a Joyce con el Ulises, pero de ese modo se suele fracasar, ya que se trata de una summa narrativa que empieza con los cuentos, sigue con la novela autobiográfica (o bildungsroman) y termina con un libro que integra los libros anteriores, que es Ulises. A lo que seguirá la noche novelística, el sueño infinito que es Finnegans Wake.

El principio inevitable, y ya un arranque maestro, es Dublineses.


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